sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 5


5.- Aromas de Montaña.

En 1974 llegué a Mérida para iniciar estudios universitarios. A juzgar por el impacto del primer encuentro con la cocina, jamás hubiese pensado que sería allí donde encontraría la pasión por los fogones. Mi primera residencia fue una modesta casa ubicada en el casco central de la ciudad, habitada por seres enternecedores a excepción del jefe de la casa. Eran la anciana madre, la tía abuela y el hijo solterón. Este último un personaje frio y adusto que mantenía costumbres férreas e inalterables como la diaria lectura de su libro de cabecera Mi Lucha de Adolfo Hitler.
El choque fue brutal, recién llegada de los campos petroleros occidentales, acostumbrada a temperaturas por encima de los 35 grados, sobre el nivel del mar, de la noche a la mañana me encuentro a 1.500 metros, a 14 grados, con un equipaje de ropa de verano, dispuesta a encarar el valor de tener que someterme cada mañana a duchas heladas, apresuradas, saliendo del baño con la boca morada, temblando y punto de colapsar, de no haber sido por el generoso y oportuno gesto de la abuela llevándome, presurosa, un taza de agua panela caliente a la que agregaba un chorro de aguardiente y clavitos de olor, y que tomaba en pequeños sorbos acurrucada en una esquina de la cama, arropada, aun mojada, con la cobija de lana que luego tenía que dejar en las cuerdas para que secara, pero que en más de una ocasión me salió roto por descocido, porque la olvidaba y luego se mojaba por la pertinaz lluvia que caía puntual y silenciosa sobre la ciudad.
Ese imborrable primer día, después de vestirme debajo de la cobija y sin llegar a despojarme de ella, me dirigí a la cocina donde me esperaba el más extraño e intragable desayuno que recuerdo, mucho más raro que el de la vecina de los cambures titiaros. Antes las siete de la mañana, atravesé el largo pasillo oscurecido por la neblina que bajaba de la cordillera, iba trastabillando quizás por efecto del guarapo de la abuela, con la esperanza de encontrar un desayuno caliente que me aliviara el estómago; nada más iluso, lo que estaba frente a mí era un promontorio blanquecino y tambaleante, se trataba de un inusual revoltillo de huevos con sesos, ya frio pues estaba hecho desde las cinco de la mañana; la generosa abuela sirvió con prontitud una porción enorme y pone frente a mí, un vaso de leche pasteurizada sacada de la nevera y una arepa de harina de trigo. No podía creer que se tratara de un desayuno, acostumbrada al cafecito con leche espumosa de la mañana, los revueltos con tomate y cebolla y la arepita de maíz. No digo que no sea una buena combinación, sé que los sesos son muy apreciados en la cocina francesa, pero a esa hora de la mañana, temblando de frío y extrañando las arepas de mi mamá, no pude evitar salir disparada al baño entre arqueadas que me cortaron la respiración con solo probar el primer bocado. Fue tal el impacto que aún hoy, casi 40 años después, mi cuerpo reacciona como un gato pisado por la cola, cuando veo una arepa de harina.
Me fui a la Facultad, no sin antes ser despedida por la abuela con besos y bendiciones, caminando seis cuadras bajo la lluvia hacia la parada de autobús, cubierta por un paraguas que daba ya sus últimos estertores que me prestó el tío, apenas protegida por un sueter ligero, tejido por mí, pues había pensado comprarme algo más grueso una vez instalada en la residencia. En el trayecto no pude evitar rememorar las últimas palabras de advertencia de la abuela: ya sabe, no coma porquerías en la calle y venga a almorzar que ya el pollo está montado. Aliviada ante la idea de que comería algo conocido y pensando que lo sucedido en el desayuno fue sólo una ceremonia de iniciación, llegué a la parada sintiendo que mi respiración volvía a la normalidad. 
 
Pero me equivocaba. Cierto que había pollo guisado, con una sazón diferente a la que conocía pero me gustó a pesar del intenso sabor a céleri; había también un arroz con mucho cilantro y chayota hervida sin ningún aderezo y por supuesto todo frio. Comí lo que me habían servido sin imaginar que desde ese día hasta el momento de mí partida seis meses después, sería exactamente el mismo menú del almuerzo a la misma hora de lunes a domingo. Aun así, perseverante y optimista, me hice ilusiones con la cena pensando que el ritual llegaba sólo hasta el mediodía; de nuevo me equivoqué, al cuarto día en la residencia, a la hora de cenar, me dispuse a destapar el pequeño sartén que reposaba en la hornilla y no pude evitar una mueca de pesar al encontrarme una vez más, como los tres últimos días, con un huevo frito flotando en aceite rodeado de cuartos de arepa de harina alrededor, que la dulce abuela había preparado a las cuatro de la tarde, hora en que religiosamente apagaba los fogones. Y una vez más, lo metí en una bolsa negra y la deposité en el fondo de la papelera. Pero aún quedaban pruebas por superar. El desayuno variaba los fines de semana, podía ser cambiado por una cosa esponjosa que me cansaba masticar sin siquiera saber de qué se trataba, hasta que una vez, al pasar por una carnicería meses después de haber abandonado la residencia, supe que se trata de bofe guisado, al que en ocasiones podían sustituir por pajarilla, riñones o corazón, con la mala fortuna de no poderme deshacer del paquete porque a esa hora estaban todos en la cocina, pendientes de la expresión de mi cara y por si fuera poco, dispuestos a ofrecerme repetir, que no había problema, porque la olla está reverenda. Imagino que se estarían preguntando qué pasaba con esta niña que nada más prueba la comida y empieza con arqueadas mañaneras como cualquier embarazada. Como no podía ser de otra manera, antes de los seis meses puse los pies en polvorosa.

***

Por algunas semanas deambulé por los comedores para estudiantes, el comedor universitario y algún que otro cafetín. Me embargaba una sensación de vacío, de desarraigo, de abandono, tener que compartir mesa con desconocidos y con costumbres irritantes y asquerosas. Tenía que buscar un lugar agradable donde comer si quería seguir mis estudios, día con día, noche con noche, no hacía más que recordar los guisos de mi madre y hasta echaba en falta las impertinencias de mis hermanos menores.
Antes de terminar el primer semestre logré convencer a una compañera de clases que me rentara una habitación con derecho a manutención; la señora Terán hizo una excepción quizás al verme tan desolada y flacucha y me instalé en su casa. Llegué a la gloria, no solo por la comodidad de la habitación, sino porque al fin volví a comer en familia, encantada con las especialidades de la dueña, una cocina simplemente sencilla y fresca como he visto pocas en mi vida.
Los padres de mi compañera tenían una pequeña finca en la periferia de la ciudad, en la vía que conduce al páramo por la carretera Trasandina. Eso significaba abundantes frutas y hortalizas tan frescas que parecían sonreír. En esa casa probé por primera vez curubas, badeas, moras, fresas, chirimoyas, frutas para jugos que hábilmente la ayudante de la señora Terán combinaba con zanahorias, remolachas, naranjas, toronjas o cambur, para lograr divertidos colores y sorprendentes sabores. Es cierto que en los casi dos años que viví en la residencia, nunca me fue servido un bistec, una chuleta o una pieza de pollo entera. La carne era un escurridizo tesoro que encontrábamos, aliñado y suave, en el interior de pepinos criollos o de piquito, en hermosos tomates manzano, en barquitas de calabacines, entubadas en largas y frescas zanahorias, en rollitos de berenjenas; eran un delicia que recuerdo con la misma emoción que me embargaba tratar de adivinar cuál sería la ensalada del día, me atrevo a asegurar que fueron contadas las veces que repetí la misma combinación.
Los sábados en la mañana el corredor de la casa era penetrado por un popurrí de aromas penetrantes y sugerentes, nada más la señora Terán y su inseparable Beba entraban rodando el carrito del mercado, por cuyo bordes afloraban verdes y tersas lechugas, aterciopelados duraznos, rebosantes pimentones de colores, aromáticos cebollines y cilantros, alcachofas y champiñones como recién desprendidas de la tierra. Aquel espectáculo quedó en mi memoria como el milagro del color y el gozo de los aromas. Francamente, aquella cocina era la expresión más fiel que he conocido de la sencillez y la frescura.

***

Durante casi dos años tuve el privilegio de ser la única comensal de la residencia, hasta el día que la señora Terán me comunicó que ya no podía comprometerse a cocinar por los graves problemas de salud de su esposo. Me sentí desolada, no sólo por su situación, sino porque vislumbre el desasosiego que sobrevenía cuando tenía que comer y dormir en lugares separados. De nuevo me vi deambulando por comedores estudiantiles conteniendo el llanto por tener que compartir mesa con extraños. Dos semanas después la providencia me puso a tocar la puerta de Clorinda, una señora de ascendencia italiana, menuda y ágil a sus 70 años, con unos brillantes e inquietos ojos azules. En esta casa fui, como en la anterior, la única comensal, pero también donde comencé a perder mis 53 kilos con los que llegué a la ciudad, por el gusto que lenta y sorprendentemente comencé a sentir por la harina de trigo y sus múltiples derivados.
Di inicio a una nueva fascinación, convenciéndome una vez más de que las cocinas de casa son micro universos en los que se originan los códigos compartidos de las familias. Clorinda encendía sus hornillas a las 6 de la mañana. En varias ocasiones tuve el privilegio de ser recibida a la hora del desayuno y quedaba maravillada al constatar su disposición para complacer los gustos de cada uno de los miembros de su familia. En el budare se asaban arepas de varios tamaños y sabores; delgada y crujiente para el nieto mayor, otras también delgadas pero mezclada con avena o ajonjolí para la hija mayor; más gruesa y con más sal y queso rallado para la hija menor; amasada con manteca vegetal para uno de los hijos que desayunaba con la familia los fines de semana. En el centro de la mesa se disponía la mantequillera, el salero, el frasco del picante preparado en casa y el queso ahumando rallado, que por turnos íbamos untando a la arepa mientras llegaba la pisca andina y o bien, una variada preparación de huevos, revueltos con tomate y cebolla, fritos con el borde quemado y otros apenas hervidos, según el gusto de los comensales.
No habían terminado de lavar los platos del desayuno las chicas del servicio, y ya Clorinda comenzaba a preparar el almuerzo. Diariamente nos sentábamos a la mesa entre siete y ocho personas, quienes debíamos estar en casa a las 12 del mediodía. Era un menú de mucha elaboración, paciencia y horas de dedicación. Honrando su origen siciliano servía dos o tres veces por semana pasta casera elaborada con técnicas tradicionales: los cabates, los macarrones de hierrito y la cabatela, nombres y platos que no he escuchado ni probado en ninguno de los hogares que había conocido.
Las cantidades eran importantes en esta familia cuando se trataba de las especialidades de la casa, ya que debía alcanzar para el resto de los hijos que ya no convivían en el hogar. La masa básica era la misma para todas las preparaciones: un kilo de harina todo uso, diez huevos, un punto de sal y el agua templada “que la masa pida”. Clorinda dividía en dos partes con la mitad de los ingredientes, antes de volcar los huevos uno a uno sobre la harina, se frotaba las manos para darles calor. Amasaba haciendo presión con el carpo hasta lograr elasticidad. Una vez reposada por una hora, se le daba la forma requerida. En el caso de los cabates, o ñoqui de harina, la masa se corta en porciones pequeñas, se estira en forma tubos no muy delgados, dándole vueltas con las palmas de las manos. Se disponen los tubos en la mesa enharinada, se cortan pequeños trozos y se les hace una hendidura con el pulgar; luego se van colocando con mimo en una mesa cubierta con un mantel enharinado y otro tapándolos para que no se resequen con el aire. La cocción se hace en un gustoso y abundante caldo con hueso blanco, hojas de puerros, hojas de cebollines, cilantro, y hojas de laurel. La familia tenía por costumbre, tomar este consomé como entrada al que añadían galletas de soda y queso parmesano rallado.
En la elaboración de los macarrones de hierrito participaban los sobrinos, a quienes les divertía estirar la masa en largos tubos a los que introducían una barilla de acero para luego sacarlo y dejar un orificio en el centro. La cabatela o telas eran tallarines lisos que se obtenían estirando la harina en forma rectangular para luego cortar finas láminas.
Estas recetas forman parte del patrimonio de la memoria de la familia y está vinculada a las grandes celebraciones que los une y cohesiona. Durante muchos años compartí con Clorinda y su familia muchas de sus recetas que sin duda llegaron a influir en la cocina que desarrollé apenas estuve al frente de mis propios cacharros.

Relatos del Fuego - Capítulo 4


4.- Antireceta: del nombrar al rumor.

Los platos que preparaba mi madre no tenían nombre, todas las sopas eran “el hervido”, no importaba si lo hacía con costilla de res, gallina o paleta; la ensalada era de ruedas, lo mismo daba que añadiera juntos o por separado zanahorias, papas, remolachas, palmitos, tomates o huevos, siempre iba a ser ensalada de ruedas. Los dulces eran las conservas, ya fuesen de leche, piña, o toronja verde, todas eran conservas. El aliño era inmodificable: ajo, comino, culantro y achote formaban un cuarteto inseparable. Cuando más adelante aprendió otras formas de darle sabor a las comidas, los siguió llamando el aliño, bien si se tratara de un aderezo italiano o una vinagreta de mostaza.
La elaboración de los platos no ameritaba medidas ni de volumen ni de tiempo, aunque sí olfativas. Mi madre alternaba la cocina con la costura, de manera que antes de sentarse a la máquina, dejaba una olla de agua hirviendo y cada tanto, entre corte y trazo, le iba lanzando a la olla el hueso blanco, la costilla o las presas de pollo, en otra vuelta el cebollín y el cilantro hasta que llagaba el momento en que las siguientes paradas de la costura dependían del aroma que iba desprendiendo el cocido a medida que añadía las hortalizas y verduras. Su reloj era el olor que salía de la cocina, aunque a veces ese reloj fallaba, entonces nos presentaba ahí medio camuflado un hervido convertido en asopado o un guiso vuelto chanfaina, pero para todos seguía siendo el hervido o el pollo guisado. 
 
Como ya he mencionado, mi madre alternaba cocina y costura, mientras su cocina evolucionaba la costura la iba dejando poco a poco, y es que no podía ser de otra manera; ambas ocupaciones son fanatizadoras, no conozco ningún cocinera o costurera que no se enganche a sus labores, no es fácil dejar el patrón a medio dibujar ni olvidarse de las ollas dejándolas que hiervan su antojo. Si bien fue decepcionante dejar de vestirnos con modelitos exclusivos salidos de la imaginación activa de mi madre, ganamos en sabor y variedad en la mesa familiar. Hoy día si no tiene basmati no hace arroz y aprendió a grabar programas para tener a la mano las recetas de Karlos Arguiñano; de haberse quedado pegada a la máquina de coser no estaríamos disfrutando esa evolución. Hasta cierto punto era mucho menos complicado eso de no ponerle nombre a las preparaciones. Si lo vemos con atención aquella era una cocina con expresión intrínseca, un lenguaje lleno de plasticidad. En la actualidad la cocina se hace de nombres; hay dos grandes rasgos de la nueva cocina, el rumor y el nombrar.
Al darle nombre a las cosas las dotamos de entidad y simbología y como efecto, elaboramos un corpus imaginario. Cuando el cocinero ofrece un mousse de parchita ya debe saber que tiene que esperar a que enfríe el culie para unirlo a la crema ya que, de lo contrario, perderá no sólo la textura del mousse sino su credibilidad, sin contar que va a descorazonar al invitado. Si se ha ofrecido un souffle igual debe considerar las temperaturas antes de unir el guiso a las claras batidas, si no, corre el riesgo de terminar en una tortilla que no llega a omelet; igual riesgo correríamos con una crepe de no considerar la cantidad de harina en la debida proporción, o, si no le damos elasticidad a la masa usando leche tibia y añadiendo el huevo batido al final de la mezcla, con lo cual terminaríamos con una inesperada panqueca no tan esponjosa como hubiésemos querido. De allí que es mucho más recomendable darle nombre al resultado final, ya sabemos que la cocina tiene vida propia y cuando se nos pasa la mano o nos quedamos cortos, inmediatamente reacciona; de manera que si ponemos más fécula en la natilla, ya se convirtió en majarete, y si nos pasamos de azúcar en la mermelada pues será bautizada como jalea. Lo importante es no defraudar a nuestros comensales, como me sucedió una vez que intentaba freír taquitos de yuca luego de rebozarlos, pero la yuca se desmadejó en segundos, al final para no decepcionar a mis invitados les anuncie que en lugar de taquitos de yuca rebozados me había decantado por un inmejorable (y nunca mejor dicho) puré de tubérculos de las riberas del Turbio.
Pero estas consideraciones las pude hacer mucho después, antes tuve que seguir mi pasantía, la mirada profunda por las cocinas familiares en búsqueda del origen de sabores memorables.

***
En el año de 1969 cuando estaba por cumplir los 16 años, mis padres consideraron conveniente enviarme a vivir a Trujillo con mi hermana mayor, quien estaba recién casada, con la idea de terminar el bachillerato en los andes y facilitar el cupo en la universidad, y de paso, ayudarla con la niña que esperaba. De manera que durante los siguientes dos años, perfeccioné mi espionaje por las cocinas ajenas, que de hecho para mí se había convertido en una seria indagación etnográfica; me convencí de que comer no solo mantiene vivas las funciones fisiológicas del cuerpo, sino de que la elaboración y disfrute de la comida y la forma cómo nos relacionamos con ella, pone a la vista los meandros de nuestra de psique y las más imprudentes emociones.
La cocina del rumor comenzó cuando me instalé en casa de mi hermana. Me sorprendió el giro que había dado su cocina en tan poco tiempo. Le había dicho adiós al hervido de costilla, a la ensalada de ruedas, a las arvejas amarillas, a las caraotas negras, a la carne mechada, a los mojitos de papas, al pabellón criollo, a las merengadas de cambur, a los plátanos en miel, a los tallarines en salsa ragú que tan bien le estaban quedando a mi madre, y los fue sustituyendo por canelones rellenos, arroz chino, arroz con pollo, ensalada rusa, papas rellenas horneadas, crema de calabacines, alcachofas en vinagreta, ceviches, antipastos, pastichos de berenjena, tallarines gratinados, supremas de pollo, milanesas a la parmesana, sanduchones, minestrones, brazos gitanos rellenos de atún o de ricota con espinaca, tortas de pan y piña, merengones de caramelo y de guayaba (ay que hambre tengo); y es que el rumor que iba de cocina en cocina estaba asociado a la moda. De pronto se corría el rumor de una fulana que ofreció pasticho de berenjena en un fiesta y todas corrían a hacerlos en sus casas, de manera que entre fiesta y fiesta el menú creció en variedad y sabor; de paso, y adelantándose al Facebook y al Twitter, se extendieron como pólvora consejos, tips e ideas para sustituir ingredientes o para transformar recetas de las abuelas y adaptarlas a los nuevos tiempos.
De esa incipiente y premonitoria red social salió la moda de hacer pie de manzana sustituyendo la manzana por chayotas y compotas de manzanas para niños; eso permitió salir del paso ante la escasez de manzana y traer al paladar de las nuevas generaciones un fruto desconocidos para ellas. Lo mismo sucedió con algunos consejos que le llegaban a mi hermana sobre lo bueno que resultaba poner los plátanos verdes en vinagre antes de cocerlos, la hoja de laurel en el agua de la pasta, el crémor tártaro para batir las claras, la sal en la berenjena para sacarle el agua amarga, el pañito húmedo sobre el recipiente de la natilla para que no haga nata; y algunas propuestas visionarias como los quesos blandos aliñados, los sabores agridulces, el uso extendido de la soya y el ajonjolí, los frasquitos aceites saborizados que comenzaron con el de los ajos pelados usado para hacer arroz, hasta inventar probar con la hoja de romero, eneldo y orégano. 
 
De la cocina de mi hermana salieron suculentos platos que les iba dando carácter a medida que los practicaba, después de escuchar al vuelo las recetas que le daba las compañeras de trabajo. Al final le quedaban mejores que las originales, lo que hizo de su cocina una de las mejores que he conocido.
Los vecinos más cercanos al apartamento que rentaba mi hermana eran los Vergara García. Al principio daban la impresión de ser una familia atípica, demasiado tranquilos y escurridizos, pero el tiempo nos demostró lo equivocadas que estábamos, aunque sí tenían sus rasgos no tan comunes, un particular carácter marcado por el orden y organización extremos, al menos para nosotras, menos complicadas en eso de jerarquizar cada acto de la vida cotidiana, sin llevar la disciplina al grado que lo hacían los vecinos. Todavía hoy en día, después de más de treinta años, mi hermana conserva un grato recuerdo de la señora Muriela, a quien llegó a querer y respetar como una gran amiga solidaria y generosa.
En lo que mí respecta, la señora Muriela y su familia no me dieron mucha confianza pero sí curiosidad. En realidad por esos años apenas estaba saliendo de la adolescencia, esa etapa de la vida en la que nuestra casa es el único mundo conocido y obvio, por lo tanto lo que este fuera de él, es un extraño, un bicho raro, sin saber ni sospechar siquiera que sólo somos huéspedes de nuestro propio mundo y hasta de nuestro propio cuerpo. 
 
Los Vergara García se convirtieron en blanco de mis observaciones etnográficas. Todos los miembros de la familia eran muy delgados, yo diría que atléticos, cosa no muy común en esa época en que los gimnasios eran poco frecuentados; caminaban muy erguidos, con la cabeza en alto y muy compuestos, hasta el menor de los hijos que no llegaba los seis años salía con su camisa bien planchada por dentro del pantalón, con una combinada y ajustada correa al igual que el padre y el hermano mayor. Las dos hijas que ya pasaban de los 15 años, siendo contemporáneas conmigo no buscaban amistad, olían a limpio, siempre parecían recién bañadas, sin embargo no se depilaban ni axilas y mucho menos las piernas, pero igual daban un aspecto agradable. El padre era una de esas personas que no representan una edad definida, como si toda la vida hubiesen sido viejos, quizás por el bigote circunflejo que le daba una expresión como de asombro e interrogadora, hablaba muy poco, siempre soltando frases lacónicas, de hecho, no recuerdo el tono de su voz. A la señora Muriela sí le gustaba buscar conversación, aparentemente muy calladita pero nada más le abrías un espacio, arramblaba con todos a su paso; a mí me causaban mucha risa sus palabras rebuscadas, no sabía de dónde las sacaba, hoy día, imagino que de las novelas que se publicaban en las revistas del corazón, era raro que alguien dijera mofletes en lugar de cachetón, o me hice un cardenal cuando le salía un morado en la piel, o que le dijera sus clientas cuando le tomaba medidas, mi señora se salen por acá unos michelenes, si le parecía subida de peso. En verdad sus rarezas me tentaban tanto o más de cuando era niña.
A pesar de las miradas disuasorias que me lanzaba mi hermana no perdía ocasión de observarlos. El señor Vergara manejaba un sedán que para la fecha en que los conocí había de tener 10 años, pero lo mantenía impecable, la pintura intacta al igual que la tapicería. Cuando salían en familia, los hijos y la esposa tenían que esperar que le señalara sus puestos aunque ya sabían cuáles les correspondía, y es que los colocaba según su peso para evitar que se desnivelara la amortiguación, en las puertas traseras los de mayor peso y en el centro al más pequeño; en la parte de adelante la señora Muriela siempre iba en el medio, porque el hijo mayor pesaba más que ella. Igual control mantenía sobre el uso de los equipos electrodomésticos que debían permanecer desenchufados, y el encendido puntual de los bombillos. Pero esos signos de respetable austeridad no me causaban gran curiosidad cómo saber qué se cocinaba en esa casa en la que no se escuchaba el trajinar de los cacharros y cuyos moradores eran todos sílfides.
La señora Muriela era costurera, pero a diferencia de mi madre, era profesional, excelente sobre todo en la perfección del corte; como ya he dicho, la costura engancha, de lunes a viernes pasaba todo el día sentada en su máquina y sólo salía al apartamento de mi hermana a eso de las tres de la tarde a estirar las piernas. Mi hermana la esperaba con su café servido y una buena rebanada de pan mojicón, se hizo tan asidua que, dando los apartamentos puerta con puerta, se llegaron a mantener abiertas para que entraran y salieran a su antojo. Tal familiaridad que me permitió colarme en la cocina y desvelar el secreto y sobre todo mi gran interrogante, por qué, sin trajinar de ollas ni olores tentadores, a veces nos sorprendía con unas cositas muy ricas que daba a probar. 
 
Nuestra vecina se perdía de vista los fines de semana. Yo salía con mis amigas a estudiar o al cine y me olvidaba de ellos, pero un buen día, llegando cargada del mercado, me pidió que la ayudara a limpiar las hortalizas porque estaba sola y fue cuando descubrí a la Muriuela cocinera. Como no podía ser de otra manera, allí dominaba la pulcritud, el orden, y la austeridad más conmovedora. Tenía pocas ollas, sí buenos cuchillos, envases de congelar, y una cantidad inusual de pábilo y tela de liencillo. Cuando llegué a la cita, ya en la hornilla hervían trozos de carne de res magra y piezas pollo (mollejas, hígados, rabadillas, alas y cuellos), con hojas de laurel, las barbas del hinojo y las coronas con todo y semilla de los pimentones y pieles de zanahorias. Yo me encargaría de colar ese caldo, retirar la grasa y mezclarlo con hierbas finamente picadas, cilantro, perejil, cebollino, zanahoria rallada, y verterlo en hieleras para congelar, luego durante la semana, utilizaría los cubos para el arroz y los consomés de la cena, una costumbre firme y atávica en esa casa, cenar consomé, unas veces con huevo y otras con pasta y tomar antes de acostarse una infusión de limoncillo (cultivado en cuencos que disponía en el quicio de la ventana), con galletas de azúcar y canela. El resto de las hieleras las llenaba con infusiones de yerbabuena, limón y azúcar que el señor Vergara usaba para su particular daiquirí de los sábados antes del almuerzo. No pude evitar hacer un ensayo de esta preparación en uno de los días en que escribía este libro, me fui dejando llevar por la intuición que guía las memorias brumosas y logre un infusión bastante aceptable, aunque nunca sabré si igual a la del vecino; introduje las hojas de yerbabuena en agua caliente y las dejé en remojo, cuando enfrió le añadí jugo de limón y azúcar, el único añadido fue servir el trago con mucho hielo, hojas frescas de yerbabuena y una rodajas muy finas de limón.
Mientras me entretenía con los caldos, mi vecina se ocupaba en moler la carne que ya tenía precocida, la condimentaba con pimenta, ajo molido y comino y amasaba con una fuerza insospechada en una batea de madera, añadiendo entre brazada y brazada, unos dos paqueticos de galletas de soda molidas, no más de una zanahoria rallada y a lo sumo dos cucharadas colmadas de mayonesa y una de mostaza. Quedaba entonces una bola de carne mixta, de tres kilos aproximadamente, que dividía en partes iguales: una la extendía sobre una pieza de liencillo, le añadía con mesura aceitunas, alcaparras y pimentones en juliana, la enrollaba como un brazo gitano y la ataba con un cordel de pábilo, que finalmente ponía a cocinar en baño de maría; la otra parte la convertía en mínimas albóndigas para enriquecer los asopados de arroz del almuerzo o la convertía en un gran albondigón que horneaba con una cubierta de mermelada roja; la última parte la destinaba al ragú de los tallarines del domingo.
No volví a conocer a nadie más que rindiera comida como nuestra vecina, y lo mejor es que todo le quedaba exquisito. Con las cortezas del pan de molde y algún pan sobrante, hacía un quesillo. No usaba leche condensada, hervía la leche, un litro por canilla, con una taza de azúcar, allí ponía en remojo los mendrugos y una vez ablandados añadía dos huevos, un puñado de queso de año rallado, canela y vainilla. Antes de hornear hacía un caramelo para cubrir el fondo del molde y vertía la mezcla para llevarla al horno en baño de maría. Como es de suponer, con las claras preparaba suspiros perfumados con ralladura de limón. 
 
Aquella tarde terminamos la faena con una sopa de pieles que jamás he olvidado y preparo cuando me acuerdo de no desechar las primeras hojas. La idea es lavar muy bien y picar en juliana, las primeras capas de la cebolla, cebollín, repollo, lechugas, ajo porro, troncos de brócolis y coliflores, y tallos de acelgas. Rehogar todo junto en aceite y mantequilla, añadir un caldo de aves o hueso y servir con una polveada de queso de año. Antes y ahora ha sido un lujo el queso parmesano.
Cuando me preguntan qué se come en Trujillo, de inmediato me vienen los olores que percibí aquella tarde en la pequeña cocina de la Sra. Muriuela, pero, evitando entrar en detalles que no entenderían, les digo que la busquen en el camino, el que va a Quebrada de Cuevas, o que se den una vuelta por Pampán y Pampanito; lo más probable es que cuando estén de regreso digán que es el lugar de las hallaquitas de caraotas, el carrao o chicharrón, del chorizo y la morcilla, el mojito, y los pollos asados, pero para mí es la cocina de mi hermana y mi vecina; como puede ser larense la de mi abuela y las tías viejas, o zuliana la de mi madre; no entraré por ahora el tema de las cocinas regionales para no romper la magia que significan las cocinas de la casa, la de los pequeños milagros y profundas revelaciones.

Relatos del Fuego - Capítulo 3


3.- Iniciación.

Mi encuentro cercano con la cocina se inició cuando me fue delegada la responsabilidad de preparar la vianda que mi papá se llevaba a su trabajo. Para ese momento ya nos habíamos mudado a la zona petrolera dejando atrás la casa de la cocina incendiada. Me hicieron cargo de una cocina de alto riesgo, que emanaba una llama alta y abrasadora, con encendido a gas que llegaba directo por tuberías, colocada en un cimiento muy alto, al menos para mí que tenía que colocar dos ladrillos en el piso para alcanzarla; una lumbre gigante que nunca se apagaba, no tanto para ahorrar gas como para ahorrar fósforos. Tendría unos 14 años cuando mi madre entró en su última cuarentena y mi padre tenía que ir de madrugada a las gabarras de perforación, entonces fui designada cocinera suplente. 
 
Aunque ya habían desaparecido las piedras, la cocina que encontramos instalada en la nueva casa del campo petrolero era igualmente de alta peligrosidad. Cuando mi padre tenía guardia diurna salía a las 5 de la mañana, de manera que antes las 4 ya mi madre llegaba a darme un empujoncito por el hombro para despertarme. Entraba a la cocina tambaleándome y encandilada por la intimidante y abrasadora luz anaranjada que convertía la cocina en un salón rave, dejando un aire tan pesado que era capaz a de tocarlo.
El menú de mi madre siguió haciéndose por algún tiempo, mientras se amoldaba a las opciones que el nuevo lugar ofrecía. Por supuesto, se llevó una de sus piedras favoritas, una en forma de pera que se amoldaba bastante bien a mi mano con su correspondiente aparejo, en este caso una piedra plana, más alargada y lisa, allí aprendí a moler juntos la sal y el comino y el culantro, invento que asombró a mi madre porque ella no lo hacía así, pero me dejó hacerlo.
Lo primero que debía preparar según instrucciones de mi madre era el achote. Allí comencé a habituarme al calor, me volví tan resistente que en el presente agarro los mangos de las cacerolas sin protección, prácticamente los guantes cuelgan como adornos. Bueno, el asunto era derretir la manteca de cerdo en una jarra de peltre, y tenía que hacerlo manteniendo suspendida la jarra apenas agarrada por un pedazo de tela doblado porque la hornilla era más grande que el diámetro de la jarra de peltre.
Una vez preparado el achote se llevaba al caldero para sofreír los aliños de la carne mechada, así lo hacia mi madre pero dado que la primera vez que lo hice quemé el ajo, en la siguiente ocasión invertí el orden y condimentaba al final y por eso los molía juntos, el ajo, el comino, culantro y la sal. Con esa carne le rellenaba dos arepas, pero lo que más le gustaba a mi padre era que le pusiera en la vianda tajadas con queso rallado entre las capas del plátano. Y así poco a poco lo iba sorprendiendo con preparaciones diferentes que se me ocurrían mientras cocinaba, como la vez que tuve rallar el plátano verde ya cocido y hacer unas torticas fritas porque mi madre me advirtió que no debí cocerlo para llevárselo al trabajo porque se endurece al enfriar.
Mi suplencia en la cocina llegó a su final cuando terminó la cuarentena, pero los olores me persiguieron por mucho tiempo grabados en la piel, en la memoria; pasaba el tiempo revisando los potes y la alacena buscando algún ingrediente que me despertara la imaginación, pero era poco lo que conseguía, cuando mucho, algunas conservas de leche y pasta de guayaba ya vencida, que mi madre escondía para administrarlo con probidad pero que entre el trajín de la casa las olvidaba; de manera que me escabullía en plan de investigar cómo se comía en otras casas, cuál era esa otra dinámica familiar, saber quiénes eran los raros si ellos o nosotros, sus horarios, sus mañas, sus rituales, me llamaba mucho la atención saber si en todas esas casas el menú era tan repetitivo como el que había conocido en mi primera infancia, y esa pesquisa me llevó a unas cuantas sorpresas.
De manera que a media tarde escapaba a casa de las vecinas cuando mi madre hacía siesta con el bebé. La vecina de al lado era colombiana, muy joven y estaba casada con un señor que le doblaba la edad, era él quien cocinaba, lo que para mí era una rareza, y por tanto difícil indagar lo que allí se comía, pero con paciencia ghandiana lograba que la esposa recordara algunas preparaciones de su casa materna, como la sobrebarriga, un plato muy particular hecho con la misma carne que usamos para mechar, la que llamamos falda, pero que una vez cocida en olla a presión con cebollines, cerveza, ajos, comino, tomillo, laurel y sal, se corta en pequeños trozos y se pone a freír, luego se sirve con papas chorreadas que imagino muy sabrosas pero que nunca intenté preparar. Otro plato que sí preparaba con frecuencia era el arroz frito, al que añadía pasta larga cortada y tostada y salchichas troceadas; cuando intenté hacerlo en casa, a mi madre le pareció una aberración combinar arroz con pasta, pero le sugerí cambiar las salchichas por aros de cebolla rostizadas y cuando la probó le cambió agradablemente la expresión de la cara; no pasó lo mismo cuando le dije que la bebida preferida de los vecinos era agua de avena o de horchata, sólo el nombre le causo escalofrío, para ella el jugo por excelencia y por obligación era el de melón o lechosa, aunque no pasaría mucho tiempo en doblegarse ante la cocacola.
Para mi madre, todo lo que saliera de su entorno era sospechoso, como las ostras y platos fríos en general, los pescados de río, las carnes de caza, las aves diferentes a la gallina y al pavo, los moluscos que no le producían asco sino miedo. 
 
Mi pesquisa en el vecindario no terminaba con el interrogatorio, me daba por fisgonear sus alacenas y neveras. Esto sí que me sorprendía, las neveras se comportan como golems desinhibidos, hablan por sus dueños y dicen mucho más de lo que las personas contarían. Eran escasas las neveras organizadas, la mayoría se mantenían desordenadas, algunas realmente asquerosas, emanando fuertes olores a restos de comida descompuesta, enmohecidas, en las mismas ollas o sartenes en que las habían preparado, los cajones con cebollas, plátanos, tomates, aguacates abiertos y oxidados. En ese estado descubrí la nevera de los vecinos colombianos. Pero lo que atrapó mi atención fue una colección de botellas con extraños brebajes que el esposo solía tomar en las mañana para preservar su desempeño sexual. En la puerta de la nevera se disponía una hilera de botellas con ojos de buey, ramas de romero, chuchuguasa y aguardiente blanco que el señor tomaba todas las mañana después de añadirle una yema de huevo batido. Eso me reconcilió con la nevera de mi casa, lo más extraño que llegué a ver en la nuestra fue la asadura y la cabeza de chivo que llevaba la abuela cuando nos visitaba y agradecí que mi padre no necesitara comer ojos de buey.


***
Una mañana de camino al liceo con la vecina de enfrente le propuse que estudiáramos por turno en nuestras casas, eso me daría la oportunidad de conocer su mundo, y la tuve una mañana que teníamos que ir a una práctica de volibol y me invitó a desayunar. En el centro de la mesa del comedor estaba un gran racimo de cambures titiaros, un tazón con avena cruda y otro con trozos de queso blanco, en cada puesto, un vaso de leche. Es uno de los desayunos más extraños que he conocido, un especie de tenedor libre en el sentido de que podías consumir los cambures que quisieras y la verdad no sabía qué hacer con el queso y la avena hasta que vi a los demás comensales acompañar cada mordisco del cambur con un trocito de queso, en cuanto a la avena la iban poniendo por cucharadas en la leche y la consumían por partes. Viéndolos comer me convencí que no éramos nosotros los raros, estos vecinos eran venezolanos que habían llegado al Zulia desde los llanos así que lo más probable era que esa manera de desayunar se tratase de una costumbre netamente familiar, porque hasta donde sé, en esos años 60 no faltaba en mesa del desayuno la arepa, el perico, la mantequilla, las caraotas fritas, la carne mechada, las empanadas de fines de semana, y en esos campos petroleros, algunos enlatados como el jamón endiablado y el atún; más adelante se incorporarían nuevos sabores como el cereal, las panquecas bañadas en sirope, los fiambres, las mermeladas, el pan tostado como resultado por la influencia cercana de la inmigración estadounidense.

***

En las afueras del campo petrolero vivía una prima de mi madre, una señora de expresión seria, de voz gutural, el pelo muy largo con canas esparcidas sobre un fondo negro, muy delgada y de caminar lento; gustaba vestirse con faldones grises de tela gruesa y camisas de color café abotonadas hasta el cuello, aún a 35 grados de temperatura en una casa sin aire acondicionado y donde el horno no se apagaba en todo el día, en verdad me daba grima ver la imagen mórbida que expelía de su cuerpo. Tenía la idea preconcebida de que su cocina era oscura y grasosa así que nunca me anime a ir con mi mamá a visitarla, pero en una ocasión mi abuela me pidió que la acompañara, y accedí gustosa porque las visitas que hacia eran alucinantes por lo estrafalarios que resultaban sus familiares lejanos. En cuanto a la prima Berta no me equivoqué, su casa era oscura y llena de pasillos angostos, no existía un recibidor o un salón de comedor sino una maraña de recovecos –pleonasmo incluido- y pasillos con grandes mesones llenos de harinas y rodillos, y es que se dedicaba a fabricar pan. En el corredor disponían los panes recién salidos del horno impregnando el ambiente con aromas de anís, canela y mantequilla. Su especialidad era un pan tipo acema aliñada, pero con la textura muy parecida a lo que años más tarde conocí como panetone, en verdad todavía recuerdo ese sabor como la gloria, pero de que la prima Berta volaba, volaba.
Más estrafalario resultaba el marido de la prima Berta, evidentemente era menor que ella, no trabajaba en la calle, pasaba gran parte del día en un chichorro que colgaba de dos yambos, allí le llevaban el desayuno, el almuerzo, el café de las tres de la tarde acompañado del primer pan que salía del horno, hasta que se acercaba la hora de ir al bar a jugar billar. Pero el marido no solo se dedicaba a compartir los frutos de pomarrosa con los murciélagos que llegaba noche a noche a darse banquete. Este señor con su aspecto de latin lover era el encargado de sacrificar todos los semovientes que se comían en esa casa, porque la prima Berta tenía la costumbre de comprar los animales vivos, no le gustaba entrar en las carnicerías, pero no le importaba ver correr la sangre en su propio patio.
Cuando era niña vi sacrificar chivos, gallinas y cerdos, me dolía el corazón, sufría de tiricia según decía mi abuela, por eso me aconsejaba que no presenciara las matanzas, en las noches retumbaban en mis oídos los chillidos agudos y destemplados de las víctimas; aun así, como cocinera, puedo conceder que para lograr la mejor salsa y brillo en la emulsión, sea necesario cocinar el animal recién sacrificado, pero nunca lo hice, el solo recuerdo de mi madre retorciendo el pescuezo de las gallinas o de mi abuelo introduciendo un puñal en la garganta de los chivos o, a mis primos dejando caer el mazo del pilón sobre la nuca de los cerdos antes de degollarlos, siento un gran ramalazo y espanto, pero nunca como el que sufrí cuando tuve que ver la cara de satisfacción del marido de la prima Berta, cortando de un solo tajo la cabeza de la pobre Concha (con quien había estado jugando toda la mañana), mientras la mantenía boca arriba presionándola con su bota número 42; sería el plato fuerte de los días de semana santa, ese día juré que no probaría jamás el pastel de tortuga.

***
El tío Baltazar se había retirado del trabajo en los pozos petroleros, tenía 14, hijos todos varones, vivían con el matrimonio, incluso los dos mayores con sus respectivas parejas, de manera que los fogones de esa casa jamás estaban fríos. El rostro de Victoria, su esposa, consumido y resignado, reflejaba su voluntad y entrega, se levantaba bien temprano a la primera colada del café que vertía en el termo que ponía a disposición del marido en la mesa del comedor, no menos de tres veces al día, en la bandeja de plata que le regalaran el día de su boda 40 años atrás, junto a una tacita de peltre. 
 
Victoria, después de preparar una enorme porción de atol de fororo para el desayuno de los hijos menores, comenzaba con el almuerzo que tenía listo a las 11 de la mañana. A esa hora la cocina era un sauna como resultado de mantener en el horno no menos de 20 plátanos maduros y tres pollos que antes había guisado y luego horneaba; fue en casa del tío cuando descubrí que las cremas no sólo podían hacerse de auyama y apio, allí probé de papas, de espinaca y coles; me empalaga con las torrejas, y me daba gusto con los bollos pelones sumergidos en salsa de tomate. El sabor que tenía esa salsa era algo especial, mi madre también la hacía para tallarines pero la de Victoria tenía un no sé qué. Treinta años después conversando con una de sus nietas develamos el secreto, le incrustaba clavos de olor a la cebolla que ponía entera a cocinar con el jugo de los tomates. Aunque despejé la incógnita me quedó la pregunta de dónde y cuándo obtuvo Victoria esa dato, ella no era italiana, había nacido en un pueblo del sur del lago de Maracaibo, pero mientras pasan otros treinta años para ver a alguno de sus descendientes, me quedo con la idea de que tuvo que ser producto del rumor, el gran rumor antediluviano e inmemorable que ha forjado la cocina desde el principio de los tiempos. El sabor de esa salsa la tengo intacta en mi memoria así como su imagen empinada sobre la ventana del salón, como el almuecín elevado en el alminar, para llamar a los hijos a comer, los iba nombrando uno a uno por sus nombres completos en orden descendente.
Hay costumbres y prácticas que se convierten el signo y seña de los hogares, en el caso del tío Baltazar era el termo de café, como lo era la jarra de agua tapada con una servilleta rosa de bordes tejidos, en casa de mi amiga Carmen, a quien no le gustaba el agua de la nevera, o la eterna azucarera amarilla metida en un bol con agua, que mi cuñada Ana Isabel mantenía en el cimiento de la cocina para espantar las hormigas. Creo que esos pequeños detalles permiten llegar conocer el grado de constancia de las personas, eso me maravilla y sorprende, reconozco que aunque me percibo como una persona perseverante, no logro recordar alguna costumbre que haya establecido hasta el final de los tiempos, pero sí comparto la idea de que son chispazos, pequeños fulgores que abren el alma de las personas. La cesta de panes dulces de mi hermana Margarita, el chorizo español que cuelga de la ventana de la cocina de mi cuñada Magdalena, el frasco con granola de mi mamá, la colección de pimenteros con pimientas de todos los colores de mi amiga Hilda, la botella de vodka en el congelador de mi amigo Eduardo y su eterna cesta tomates de árbol, el tiesto de hierbas aromáticas de mi amiga Eva Gloria, que adornan y aromatizan su cocina; vienen a ser paleografías, parajes de memoria que se niegan al olvido como aquel largo mesón de roble debajo de un frondoso árbol de mango donde mi tío Baltazar almorzaba con su prole.

Relatos del Fuego - Capítulo 2



2.- Cuando mi madre descubrió el fuego.

Mi madre, como no podía ser de otra manera, conoció la piedra antes del fuego y ya verán por qué. De niña, ya la cocina era para mí una extraña atracción sencillamente porque me prohibían entrar en ella. Cerraban la puerta si no estaban cocinando. Cuando le pregunto a mi madre por qué la puerta de la cocina siempre estaba cerrada, me da una respuesta que aunque cierta, no era el única. Me decía que la cerraba para evitar el desastre que acostumbraba hacerle mezclando granos y condimentos, el azúcar con la sal, la leche con la avena o el fororo, el comino con la canela; y que le hacía desastres por malcriada y tremenda, pero estoy segura de que era más bien por el aburrimiento que acompañó mi infancia carente de entretenimiento lúdico pero sobre todo, porque ya me ganaba la curiosidad por las mezclas de olores y sabores. 
 
Tendría tres o cuatro años, pero tengo en mi memoria aromas intensos, penetrantes y hasta los dolores de estómago que me daban cuando se me ocurría probar algunos de mis inventos culinarios. En todo caso, si la cocina permanecía cerrada mientras no se estuviera cocinando era porque representaba un altísimo peligro para los niños. Y como no iba a ser de otra manera, todo allí era un riesgo enorme. Para empezar las piedras de moler. Mi madre pasaba todo por una piedra gigante, muy lisa y ondulada, mal puesta sobre un tronco tambaleante a medio enterrar en un rincón de la cocina. En ella amasaba el maíz pilado y cocido para las arepas (al menos lo compraba ya pilado, mi abuela tenía que hacerlo en pilón), hasta que apareció la maravilla del molino de manigueta y que aun cuando resultó un extraordinario avance, para mi edad resultaba un trabajo forzado, con ocho años y 20 kilos de peso, que debía realizar todas las mañanas nada más levantarme, era un riesgo mayor que el de las piedras porque el molinillo estaba atornillado a un endeble tronco que se movía de un lado a otro en cada brazada. En fin, decía que mi madre molía o trituraba todo lo que cocinaba con piedras de todos los tamaños. Las más pequeñas para el comino, el culantro, la sal en grano, los ajos; la carne la machacaba en las piedras medianas antes de mecharla, dándole golpes severos que se reflejaban en su rostro tenso, la boca apretada, el entrecejo arrugado y el pelo cayéndole por los lados como quien conjura un maleficio en cada golpe. 
 
La cocina de aquella lejana primera infancia era un campo de batallas encarnizadas con los alimentos que se libraba tres veces al día. Ahora que lo pienso, en esas circunstancias no podía existir placer al cocinar y mucho menos imaginación. Lo mismo a la hora de comer, no recuerdo elogios ni comentarios positivos de familiares y amigos sobre lo sabrosas que pudieran estar esos alimentos lapidados. Por eso me aburría, no había sorpresa, ni emoción, ni antojos, ni especialidades de la casa, ni comidas de aniversarios, el objetivo era comer para no morir de hambre; entonces comenzó la época de la asedia, esa misma que nunca abandonó a Emil Cioran, cuyo recuerdo más divertido era la visita que hacíamos mi hermana y yo a una adorable anciana que nos esperaba para regalarnos buñuelos de yuca o harina bañadas en miel y conservas de leche; nos íbamos agarradas de la mano, pegadas a las fachadas de las casas para protegernos de los carros que pasaban muy cerca de las aceras angostas, tocábamos tímidamente el postigo de la diminuta ventana que doña Isabelita abría de inmediato, dejando salir el eco de arias interpretadas por María Callas que su aún más anciano esposo escuchaba a todo volumen desde muy temprano. Nos conminaba a estirar el brazo por la ventanita para darnos los dulces, no sé si por mañas de viejo o porque lo hacía a escondidas de don Pablo, cuestión que me parece muy probable por la fama de tacaño que se había ganado el patrón. Una vez mi hermana salió disparada con su buñuelo de harina en el bolsillo de la falda, con la intención de botarlo en la casa, sin importarle que le cayera la miel por los lados. En ese momento no llegó a decirme la razón de su huida pero supuse que fue por el asco que le causó el comentario de doña Isabelita sobre la forma de estirar la masa pasándola repetidas veces por su rodilla. En ese momento no podía ni imaginar que años después me enteraría que ese fue el origen del rodillo, legado de la cocina tradicional mexicana para estirar la masa.
Pero por sorprendente que parezca mi madre cocinaba sabroso. Tenía buena sazón y la sigue teniendo. Desde muy temprano comencé a diferenciar las especies y condimentos cuyos aromas me llegan hasta el presente intactos, como los huevos revueltos con cebollino, el mote de auyama con cilantro, los plátanos verdes machacados, obviamente, y rociados de orégano fresco, mantequilla criolla y queso rallado, el mojito de papa, huevos, ají verde y cebollitas moradas, las caraotas negras con sofrito de ajo y comino machacado, el hervido de costilla de res con ñame, ocumo, apio, auyama, jojoto y yuca; y el mondongo de cabezas de chivo y cerdo. La zanahoria, el repollo, las vainitas, no entraron en la olleta hasta que nos fuimos a vivir en la zona petrolera y comenzó a utilizar el recao de olla que ya venía seleccionado y empaquetado del comisariato, la proveeduría de los trabajadores petroleros.
La preparación de esos platos era un misterio para mí, por mucho que tratara de indagar, mamá permanecía imperturbable cuando me atrevía preguntar, solía sacarnos de la cocina, y aunque ponía toda su concentración en la labor, jamás probaba lo que preparaba, parecía tener los sabores en su cabeza, no le gustaba hablar mientras cocinaba, y así era en la costura (ay cómo me hubiera gustado que me enseñara, ahora mi vida sería diferente), metida en su tarea no había posibilidad de interrupción, eso le cambiaba el humor y había que mantener distancia. La manera de preparar esos platos la fui reconstruyendo con los años, sobre todo basándome en la memoria de los aromas; una veces me venían en ráfagas, otras como olas tranquilas haciendo guiños para ir tras ellas y luego regresar juguetonas dejando vacíos momentáneos en la memoria, un ir y venir de susurros directos al olfato, para luego convertirse en imágenes sonoras, sumisas y resignadas como los arboles bajo la lluvia o el cauce del rio. La mayoría de las veces esas imágenes me transportaban al corral de la abuela quizás porque era en su casa donde me permitían participar en la cocina, y la veo ordeñando cabras en medio de sus lastimosos balidos, escucho el toc toc del pilón, percibo el aroma que desprendían los porrones de las hierbas, el choque de las piedras cuando atizaba el fogón, el persistente olor a humo que salía por el ventanuco de la cocina, para el ahumando de los chivos ya sin piel y vaciados de sus vísceras que colgaban al otro lado del fogón; el aroma penetrante del papelón para la colada del café, el tintineo del aguamanil, el milagro del cuajo convirtiendo esa leche blanquísima y espesa en quesos suaves y perfumados. Pero también recuerdos dolorosos cuando insistía en acompañarla a buscar las cabras y en el camino se me ocurría recolectar, a pesar de los pinchazos, buches y brevas, frutos que sobresalían de los cardonales, y que con destreza impresionante les retiraba espinas y piel para hacerlos en vinagreta y en almíbar. 
 
Siempre me he preguntado por qué siendo tan pequeña cuando visitaba a la abuela, tengo tan claros esos recuerdos. Los sabores que conocí en mi infancia eran el salado y ácido, el dulce no estaba en la comida diaria, es decir, no tenían en casa la costumbre del postre, más bien en días señalados como el majarete y el dulce de leche para el jueves santo. Mi madre acostumbraba también darnos como cena unas dos o tres veces al mes arroz con leche con sabor a anís y papelón, y mi padre comparaba una que otra noche, conservas de tapatapa (toronja verde), que nos repartía antes de irnos a la cama.
Pero volvamos a aquel cuarto de cocina que recuerdo muy oscuro y escondido. La cocina era de kerosene, muy baja y liviana, y de paso con un goteo de la pequeña bombona que caía en un recipiente de plástico que mi madre vaciaba seis veces al día, hasta el fatídico día en que mi padre me pidió que le colara un café, no tendría ni 8 años, me dispuse a encender la hornilla con un fosforo que solté de mi mano rápidamente porque me quemaba, consecuencia, un incendio de medianas proporciones que ameritó llamar a los bomberos con la lamentable situación de que, cuando llegaron, ya no había incendio pues los vecinos se encargaron de apagarlo lanzando tobos de tierra y cubos de agua dejándola totalmente destruida. 
 
Por fortuna tuvimos un final feliz, la vieja y famélica cocina fue reemplazada por una flamante cocina a gas, brillante, firme, grande, de 6 hornillas, horno y plancha. Mi madre estuvo varios días sin cerrar la boca y sin cocinar, sí, sin cocinar porque le tenía terror, sobre todo cuando el vecindario pasó por casa a ver semejante modernidad y a atemorizarla con la conseja de que esas eran muy pero muy peligrosas y que si llegaba a producir otro incendio no sería como el que tuvimos sino una gran explosión que acabaría con la manzana entera; pobre de mi madre, no se atrevía ni a tocarla, mientras tanto llenaba nuestras panzas con pan dulce y maltas, hasta que mi padre llegó de la finca esperando ser recibido con un banquete y se encontró con la cocina apagada y cerrada. Fue él quien le puso fin al hambre colectiva, la encendió, leyó instrucciones y así poco a poco fueron saliendo de la cocina nuevos platos, nos sentíamos de fiesta. La puerta no se volvió a cerrar, dejó de usar las piedras, ya no hacían falta. La nueva cocina ablandaba todo tan rápido que los primeros platos, antes lapidados, ahora eran presentados como papillas, acostumbrada como estaba a la lentitud de la vieja cocina; aprendió a controlar los tiempos de cocción, ese fue el momento en que descubrió el fuego, y con él, la versatilidad de los ingredientes que ya podía convertirlos en un bocado exquisito, redescubrir nuevas texturas, mixturas, sabores y olores sorprendentes, pero sobre todo aprendió que la cocina podía ser placentera y gratificante.
Fue así como la cocina se convirtió en el centro de la casa y por tanto dejo de ser la cantera amurallada. Además, con los años sesenta, llegaron otros artefactos como el asistente de cocina que incluía una licuadora, de manera que el menú se abrió a nuevos sabores y olores como la salsa boloñesa, los guisos con mostaza, salsa inglesa y encurtidos; los enrollados de carne rellenos de aceitunas, alcaparras, y que religiosamente sacábamos del plato sin probar, las albóndigas en salsa de tomate, el pollo al horno, el puré de papas y otras novedades que gustaban sobre todo a mi padre vg., el queso amarillo de bola, como él lo llamaba, el Spam, la ensalada rusa Heing, verdaderos intrusos que nos hacía arrugar el entrecejo cuando osábamos pellizcar.
Quise dar mi contribución a la variación de menú cuando, preparándome para la Primera Comunión, me enviaron a retiros espirituales con las monjas de San Dionisio. Eran atroces, carentes de gestos afables, cada sábado nos recibían con una caterva de amenazas, y la más terrorífica de todas era la de que nunca alcanzaríamos el reino del cielo, si no seguíamos el camino de espinas que nos mostraban en una pintura hecha de acuarelas descoloridas, única vía de llegar a él y no quemarnos en las pailas del infierno; pero cómo cocinaban bien las condenadas!!!. Pues bien, espiando en la cocina, pulcra y aséptica como no podría ser de otra manera, llegué a ver la elaboración de enrollados de pollo, los arroces primavera, verduras y hortalizas gratinadas, buñuelos, galletas, pudines y gelatinas que nos servían al almuerzo y la merienda. Me iba a casa planeando la manera de preparar esas exquisiteces, aunque sabía lo difícil que era convencer a mi madre que me dejara prepararlas, negada de plano por evitar, no solo el estropicio que veía venir, sino que le desequilibrara la despensa, aunado al hecho de que para mi madre, rígida y consecuente con algunos hábitos y que no cedía fácilmente a los cambios, los ingredientes destinados a determinadas preparaciones no podían usarse para otro plato, lo consideraba casi una herejía y por supuesto yo era esa hereje que me atrevía a darle un uso distinto a la fécula, al azúcar y la manteca que no fuera el atol de lo más hijos pequeños o la grasa del sofrito. Pero cuando la abuela nos visitaba, la hacía mi cómplice y accedía a apoyarme en la aventura de inventar recetas. Lo hacíamos muertas de miedo, mientras mi madre estaba concentrada en la costura, sacaba a hurtadillas la harina y la manteca que luego intentábamos disimular alisando la superficie del paquete de manera que el hueco que dejaba el hurto no nos delatara. Así empezamos a merendar rosquillas espolvoreadas de azúcar, mandiocas, buñuelos de plátanos, posicles, frutas en almíbar, que engullíamos escondidas en él rincón más apartado del solar debajo del árbol de tamarindo; era perfecto el momento, podía estar allí hasta la eternidad, yo lamiendo un posicle de tamarindo y ella dándose gusto con cerezos verdes en miel de papelón, repitiéndome una vez más las instrucciones de lo que me había encargado para el día de su muerte: ya sabes narizona, me pones el vestido de tafetán marrón y me entierran un día que no esté nublado porque después no voy a ver el camino al cielo.

Relatos del Fuego - Capítulo 1


1.- Por qué.

La cocina y la soledad se parecen, son entidades palimpsesticas y por tanto portadoras de belleza, son como huellas que van dando paso a otras y otras, acumulándose, replegándose, transmutándose, dejando memorias de vidas lejanas que no terminan de irse; cocina y soledad son una y muchas, huellas que cuando ya se acercan a la extinción se empeñan en quedarse, unas veces como legados, otras fusionadas y reinventadas. No damos importancia a las señales que nos llegan cuando menos las esperamos. Dejamos pasar esos leves estremecimientos, chispazos de plenitud sólo comparable a la intensa inspiración-expiración que llega al terminar una buena lectura, o a esos hálitos de frescura que dejan los viajes a países viejos y los sueños hermosos. Eso debe ser lo más parecido a la felicidad, momentos ideales para encarar la escritura a modo de contener y saber jugar con las sombras rizomáticas que asaltan de todos los rincones ostensiblemente empeñadas en dirigir el texto a su antojo. 
 
Tomé la decisión de escribir por el temor de perder la memoria. Confieso que casi me dejo llevar por la tentación de escribir un libro de autoayuda, sí lo confieso, y no porque esté convencida de mis dotes sanadoras a través de la palabra, sino porque me daba una mezquina y rabiosa envidia ver cómo llega Pablo Coelho e Ismael Cala a conectarse con tanta gente que no quiere o no puede controlar la angustia que sobreviene a la ansiedad. Pero finalmente triunfó la cordura y me puse a pensar en un posible cicerón que condujera mis meandros de vida y de inmediato lo vi en la cocina. 
 
Nunca he dejado de rememorar los espacios de mi infancia, en eso coincido con Valeria Luiselli cuando dice que las personas sólo tienen dos residencias permanentes, la casa de la infancia y la tumba; el asunto aquí es que viví mi infancia en varias casas por eso me sorprendo. Tuvimos mudanzas constantes, sin embargo, lo percibo como un solo lugar, el mismo siempre, me veo en un patio rectangular, sin techo, que obligaba a buscar los rincones para protegernos del sol debajo de las esquineras de las canales de lluvia; pero lo que recuerdo con más claridad son los mosaicos del piso en tonalidades verdes y fucsias. Creo que la más firme conciencia que tenemos de la vida es la de la infancia, el espacio permanente e inmutable. El tiempo a salvo y la emoción a buen resguardo.
Muchas veces, quizás la mayoría de las veces diría yo, los atributos del hombre son invisibles a los demás y a nosotros mismos; invisibilidad que en ocasiones se manifiesta en desasosiegos recurrentes, en atisbos de locura, o en sensaciones de extrañamiento que nos hacen sentir profundamente solos en medio de la gente. El camino de la espiritualidad pudiera ser salvadora pues despeja el sendero y suaviza los tropiezos. Para otros en cambio, la máxima expresión de paz es la introspección de la idea de la muerte, que aprehendemos de la vida para conocerla sin temor, pero también, acariciar con dulzura esa idea es un sutil indicio de que no acercamos a la vejez. Mi memoria está por escaparse, de modo que intento retener aquello que no ha perdido sentido: la imperfección, la simpleza, el no sé qué de la felicidad que aparece cuando no existen motivos, semejantes a parajes desolados, imágenes de desamparo que al evocarlos, irónicamente, no son ni tristes ni trágicos, sólo espacios inexplorados e inocuos.
Los olores del pasado que una vez fueron intensos, son cada vez más débiles, las imágenes más tenues y difusas, la sonoridad del eco desvanece lentamente, y hace más lejanas las palabras, se agudizan los silencios envueltos en recuerdos fragmentados, desdibujados, superpuestos.
En los últimos años escucho un silencio perfecto, portador de sensaciones arcanas, íntimo y revelador de una verdad nítida e incuestionable, el acercamiento de la vejez. Una pulsión inquietante que abrasa. Siento su proximidad en el asalto de recuerdos lejanos que abren la puerta de la desmemoria. Los recuerdos que deseo fijar son los de mi cocina. Mi cocina fue mi verdad, la pasión que dio sentido a una vida escindida y monótona. Mi vínculo con los demás, porque si la cocina es soledad, la comida es comunión, a nadie le gusta comer solo o con extraños, al menos eso me pasaba en mi época universitaria, sólo disfruto la comida que comparte con seres queridos.
Me pregunto o se preguntará Usted porqué llegan estos pensamientos con tanta premura, y yo le respondería porque ahora sí estoy sola y no porque no tenga compañía sino porque vivo en medio de la perplejidad. Sola y vaciada de entorno, de complicidades, de arraigos. No reconozco ni me reconozco en el país que tengo en mi presente.
De pronto los demás tampoco me reconocen, quizás porque no compartimos lo que realmente somos. Me he convertido en Martín Romaña, el que viene de vuelta, el incomprendido, el único que veía con claridad la estupidez humana cuando los demás bailaban la danza de la utopía, pasé a ser un personaje extraño en mi propio país. Qué cuándo quise volver a mi pasado?, cuando quise morir, quise morir porque quería vivir, porque estaba sana, porque estaba en paz en mi interior en una sociedad enferma, desquiciada, errática y convulsionada, entonces cerré la puertas de la calle y abrí la de mi yo que era otro, ese otro yo deicida y místico al mismo tiempo.

Relatos del fuego - Pórtico


Yo no existía, yo era otro
Hoy volví a ser de pronto el que era o el que soñaba ser
Pessoa

Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores
Imre Kertész
Yo es otro
Rimbaud


Para Rosa y Natalia


PRIMERA PARTE.



Pórtico.

Esta introducción, negando la regla y muy a mi pesar por la profesión que me antecede, la escribí a mitad de estos relatos, como un llamado urgente y remoto, no sé si por efectos del crianza Ribera del Duero, Torre Pingón, para más señas, encontrado en una inusual y agonizante bodega vasca en tierras norteamericanas; o por estar vigilando el término exacto de dos Porter Hause que tenía en la plancha, junto a invitados hambrientos y de paso exigentes con eso de que esté jugoso pero que no se le vea la sangre.
La verdad es que en medio de indescriptibles e innecesarias turbulencias epicúreas, avivó la idea de que este libro tenía y debía ser dedicado a esas madres anteriores a mi generación que hacían milagros en la cocina, en diálogo con sus guisos, en sintonía con sus aromas; en el ensayo permanente, sin la angustia que rigidiza el cuerpo de solo pensar que no logremos el punto exacto, la textura deseada y la jugosidad necesaria; ellas simplemente cocinaban para alimentar a su gente, no buscaban crear la receta propia ni mucho menos la satisfacción de su ego, rubricando lo que debió ser el plato del día, como si se tratara de una obra maestra, aunque muchas de ellas lo fueran. Desde que se inscribió a la cocina en la cultura del espectáculo, término que pido en préstamo al maestro Vargas Llosa, el cocinero ya no quiere pasar desapercibido. 
 
Aquellas madres cocinaban en silencio, dar de comer era su misión, no acto de admiración per se, sus recetas estaban grabadas en sus cabezas, era poco frecuente, al menos en mi entorno familiar, adquirir libros de cocina, cuando mucho, replegados en el fondo de una gaveta, unos amarillentos cuadernillos con recetas de tías abuelas, suegras y cuñadas, recogidas con afán en reuniones familiares y luego quedaban en casa como legados silenciosos, como un recuerdo de familia; confundidos con ombligos de bebés, zarcillos impares y manitas de azabache, nos podíamos topar con recortes de antiguas Estampas, del Almanaque Mundial, de Selecciones Readers Digest; con etiquetas desprendidas de latas de Spam, Toddy y de la gelatina Royal.
Inventaban y se reinventaban continuamente según el estado de sus despensas; el menú se adaptaba a lo que se tuviese a mano, casi siempre escaso, pero que hacían pequeños milagros como unos sorpresivos buñuelos de avena, azúcar y canela o un inesperado consomé de brotes, tallos y primeras pieles de hortalizas, que calentaban barriguitas y producían sonrisas de placer en inocentes comensales ajenos a la procedencia de los platos que les ponían al frente.
Sin negar la variedad, sofisticación, laboriosidad e increíblemente versatilidad de la cocina actual, aparecen motivos que nos hacen mirar al pasado; nuestra memoria se pone en alerta ante la algarabía de recuerdos felices que son por lo general los más difíciles de atraer; recuerdos que han escapado de la nostalgia y desfilan triunfales en imágenes en slide, como paisajes en movimiento; olas transparentes y seductoras portadoras de aromas y sabores resistentes al olvido, como rumores de oleajes tranquilos como el estribillo de una famosa canción.
En casi todas las casas que habité desde mi primera infancia hasta la adolescencia, la cocina era un pequeño espacio, sin ventanas panorámicas, cuando mucho una claraboya por donde escapaban aromas a tierra, a raíces, a sofrito de ajo y onoto; era también el rincón medicinal, la farmacopea doméstica. No recuerdo los botiquines de primeros auxilios pero sí, la variedad de infusiones que me llevaban a la cama para bajar fiebres, inflamaciones de garganta, dolores mestruales y hasta estados anémicos, de manera que la cocina quedó grabada como el lugar del milagro de la sobrevivencia.



jueves, 6 de marzo de 2014

Exilio Emocional


Nueve años y cuatro meses, es el tiempo que lleva mi impuesto exilio emocional. La cifra se vino de pronto mientras fregaba los platos del desayuno. Un poco de olvido es saludable, pero a veces no lo podemos alcanzar, se resiste a quedarse en su lugar, se difumina y trae de vuelta memorias incómodas que creíamos instaladas en la más lejana oscuridad; la memoria emocional inexorable e inescrutable, se incuba, se resiente, se esconde, se burla, se agudiza, se mimetiza en imágenes nuevas y superficiales, engaña, engaña y engaña. Nos hace creer que la hemos neutralizado, que estamos bien, felices, en paz, y de pronto, reaparece removiendo escombros, difuminando cenizas, queriendo saldar viejas deudas mil veces pagadas de mil maneras, traicionándose a sí misma. Llega con el encantamiento del recuerdo para luego dar la estocada en medio del pecho. Pero esta vez resultó benigna, sin acusaciones ni reclamos; tímida, y cautelosa, me fue llevando de la mano a recorrer mi galería personal de imágenes en slide. Volví a sentir el placer de las primeras horas de la mañana, a deleitarme con el amanecer lento, casi imperceptible, descubriendo los colores de las montañas lentamente; los verdes y ocres que la bruma al disiparse va ofreciendo como un regalo, una humilde bienvenida al nuevo día. Los olores de la cocina desvaneciéndose lentamente, abriéndose a otros más penetrantes. Al primer café le sucedía la sutil embriaguez del zumo de naranja y más tarde el tentador aroma de las panquecas o las tostadas; y me pregunto cuándo decidí perderme de esto, cuándo y por qué dejé vacío mi bello sillón inglés a rayas verdes y duraznos, el de mis lecturas mañaneras, frente al gran ventanal que devolvía generoso los colores intensos de las ave del paraíso apuntando hacia mí, llamándome; la blancura apacible de los malabares, la belleza triste de la orquídia torito gravitando en el muro del fondo, la mirada cegajosa de kala, echada pegada al ventanal siempre a la espera de un cariño que rara veces conseguía. Me pasó como a aquel personaje de Musil, Clarise, que despertó del sueño de la infancia recordando su encuentro con el hombre de su vida, entonces el mundo dejo de ser una superficie irregular, desierta y quebrada para convertirse en un círculo de luz. Me estará pasando lo mismo a mí?, claro que solo en la consecuencia del recuerdo pues la llegada del hombre de mi vida es tan reciente que más que un recuerdo es un presente. Lo que sí creo posible es que estoy tomando plena conciencia de la realidad, eso sí puede ser y lo digo con la convicción y el derecho que me da el haber descubierto una manera de vivir que creí impensable, inimaginable, la que se sabe propia, con carácter, con la certeza de que nos pertenece.

De nuevo me vienen imágenes geniales de Musil refiriéndose al hombre sin atributos. Éste pensaba que en su vida todo se había desarrollado como si las cosas estuvieran más relacionadas entre sí que en contacto con él, y quizás en otros tiempos se podía ser mejor persona que hoy, o quizás, más conscientes. La responsabilidad tiene su punto de gravedad, no ya en el hombre, sino en la concatenación de las cosas; las experiencias se han independizado del hombre, por lo tanto no es extraña la sensación de soledad en la modernidad. Los atributos ya no son del individuo son de la sociedad, y quedamos convencidos de ello cuando vemos que la fe comienza a parecer una ingenuidad, ni siquiera es amoralidad, es movilidad moral. Y en eso consistió mi exilio emocional, un largo viaje hacia un lugar cercano, el de mi interior.

Me sucedió lo mismo que a Ulrich. A casi diez años de mi exilio, hoy, con frescura y serenidad pienso porqué lo decidí. Recuerdo que fue por etapas, y cada una de ellas ligada a un estado emocional intenso. Todo comenzó con el paro petrolero que puso en jaque al gobierno autoritario que en esos años apenas mostraba la monstruosidad en que se convertiría. En esos días no me despegaba de la televisión, me hice adicta incondicional y militante del canal de noticias opositor, por momentos pasaba al canal gourmet para despejar la mente por tanto bombardeo informativo, y de paso aprender con los recetarios dulces de la hermana Bernarda, las pastas de Biba y los menús de Narda y Dolly, pero seguía haciendo zapping, no quería perder de nada, era un obsesión; lo político anuló el resto de temas de conversación entre familiares y amigos; a veces entre amigas nos preguntábamos de qué hablábamos antes de la llegada del autócrata, era como si que la vida y su cotidianidad antes del 98 se hubiese borrado de nuestras memorias, el mundo comenzaba y terminaba con las contradicciones y abusos del régimen. De pronto cobró sentido lo anormal, el absurdo y cada día perdíamos nuestra capacidad de asombro sin atinar ninguna respuestas lógica a nuestras angustias; pasamos de ciudadanos, madres, o profesionales, a observadores críticos y a la vez impotentes, que nos comíamos la uñas esperando desquitarnos en el próximo encuentro con algún amigo opositor. Era una pesadilla, la realidad nos rebasaba, una angustia permanente, un sinsentido, una asfixiante incapacidad de cambiar las cosas.

Después de cada proceso electoral, que fueron muchos y muy seguidos, entraba en cuarentena y me negaba a ver el canal, pero reincidía. No soportaba la frustración al confirmar una vez más que robaban nuestra decisión de cambiar al desgobierno sanguijuela que nos ataba de manos dejándonos solos contra la pared, desamparados, preguntándonos una y otra vez cómo habíamos llegado hasta allí?. Después fui entrando en la segunda fase que me trajo al exilio. Extenuada por incontables marchas y concentraciones, después del 11 de abril del 2002 me convertí en un extraño ser, como venida de otro planeta. Me negué a saber qué estaba pasando, pasé de la noticia como forma de vida a la desinformación como sobrevivencia, un acto desesperado para combatir la amenazante depresión, rabia e impotencia a la vez, y encima tener cerca a familiares y amigos, que no sólo justificaba al régimen sino que se beneficiaban de él directa o indirectamente, jugando al doble discurso o al silencio cómplice y cobarde. De pronto desconocíamos a los viejos amigos, eran sus mismos rostros pero con la mirada puesta al cielo, mientras trajinaban las fronteras tras los dólares baratos de las famosas raspadas de tarjetas de créditos con el cupo de viajeros, o en las divisas obtenidas en subastas o bonos de la deuda pública para sus pequeñas importaciones o en el beneficio de las misiones y puestos en el gobierno. Entonces vino la repulsión, el asqueo, una depresión combinada con rabia y lo más doloroso, la sensación de soledad, la marginalización impuesta al negarme a convivir con tanto caradurismo.

Fue entonces cuando inicié mi retirada al silencio. Ya no tenía mi butacón inglés, ni la tv, ni ese salón frente al jardín. Me había mudado con mínimo equipaje a una especie de buhardilla, un anexo elevado que miraba a la sierra, sólo me acompañaba un nuevo tesoro, mi lap top. Mientras tanto afuera el desmoronamiento institucional, social, moral, roía todo a su paso. El país se entregó a una borrachera colectiva, como un último día de carnaval. Rostros delirantes y demenciales salían de los rincones ocupando cargos gubernamentales, otros asaltaban en las esquinas sin el menor temor, conocedores de la descarada impunidad. El fanatismo político se expresaba con violencia, arreciaba el tono insultante, blasfemo, maldiciente, aprendido en las cadena presidenciales; un día éramos escuálidos, otro, fascistas apátridas, la burguesía canalla, infame, la cucaracha que había que pisotear hasta aniquilar. Ya no hacía falta ver la televisión, bastaba con salir a la calle y comprobar el deterioro ya no digamos del patrimonio edificado, reemplazado por la nueva arquitectura del toldo rojo, que abrumaban al transeúnte, y convertían las plazas públicas en mercados persas, poniendo al ciudadano a desgastarse por una bolsa de comida vencida; peor aún, ese deterioro penetró la sociabilidad, nos llenamos de barbarie, del nuevo lenguaje que bajaba del centro de poder, grotesco, insultante, despiadado, escatológico, y sobre todo amenazante, portador del miedo que paraliza y aniquila o, de la indiferencia.
Me refugie en el silencio sanador que me permitiera escuchar mis propias reflexiones. La interrogante estaba allí, acechante; cómo llegamos hasta aquí?; teníamos un país en el que se podía vivir con dignidad, no éramos perfectos, pero habíamos forjado una economía y una sociedad más libre, más proactiva. Qué pasó, en nombre de qué y de quién destruimos lo que habíamos logrado. Pero eran reflexiones sin aliento, sin interlocutores, la gente pensante se había esfumado, algunos al exterior, a su exilio real, otros a sus propias casas, y los demás, una soterrada mayoría, se había acomodado al régimen.

Desde mi ventana hilvanaba imágenes y recuerdos de los cambios que habíamos presenciado. Necesitaba mirar atrás, ir al centro del huracán, llegar al origen de la descomposición; ir tras la senda del desplome, apalancar el alud, elaborar mi arqueología de la fatalidad, desvelar la huella perenne. Urgía encontrar las raíces del mito, el que profana y envilece a la Historia, al concepto ético, al sentido estético, mito apuntalado en tres o cuatro frases: “somos alegres”, “cero rollo”, “le echamos bolas”, “póngame donde haiga”.

Confieso que gasté mis neuronas innecesariamente, no había que ir tan lejos. La respuesta la obtuve una noche que recibí a quien sería mi último tesista de grado, después de ese encuentro. Se trataba de un ex militante del partido de gobierno, descontento y desencantado por la corrupción sin límites, que lo execró por su presunta visión crítica de una organización hegemónica y monolítica como es el partido del líder supremo. Al final de la sesión le solicite su opinión sobre el caos presente. Me lanzó una mirada compasiva, con aires de saber que en efecto domina el tema.
-profe!!! Y en verdad Usted cree que esos tipos que dirigen esto lo hacen por motivos ideológicos y que son socialistas convencidos. Mire, yo creí tanto en el Jefe de este proceso que llegué a pensar que tuvo buenas intenciones, pero él sabía que en política no se pueden dar pasos en falso para lograr su objetivo, quiérase o no, llegar al socialismo. Esto implicaba el control absoluto de todos los movimientos y decisiones y eso se consigue logrando apoyos incondicionales, pero ningún apoyo es gratis sobre todo si de pronto se ven con tanto real en la mano, y apoyos como él logró tenían su precio y muy alto, y eso fue lo que hizo pagar y pagar, a los de aquí y a los de afuera; no estoy justificando, para nada, lo que intento es tratar de ver las cosas desde la realidad por lógica y absurda que nos parezca. A mí también me cuesta aceptar que seamos pasivos y nos quedemos paralizados viendo cómo se nos desploma el país, como si no doliera, como si no fuera con uno sino con el otro, eso es lo que somos, el uno fundido en el otro, cada quien desde su atalaya mirando el espectáculo sin querer formar parte de él.
Mientras hablaba apretaba los puños conteniendo la rabia que sus ojos y la expresión de sus labios no podían esconder.
-No mi profe, no se angustie más, no se desgaste, aquí no pasa nada, somos un gran ejercito de oblomovs, que abren sus neveras con desgano pero en conformidad, no tenemos huevos ni carne, pero aún se puede exprimir el frasco de la salsa de tomate, y así vamos alargando el tiempo hasta que llegue la próxima entrega de la misión; que ya no podemos mandar a los hijos a la escuela, pero pueden trabajar lavando autos o lanzarse a la buhonería. Algo se hace, en la calle hay mucha plata rodando y a nadie le interesa de dónde sale, consciente de que no es del esfuerzo del trabajo honrado pero, como dice la canción, a quién le importa.
Cuando se quedó sola le sobrevino una extraña sensación de vacío, como si la hubiese expulsado un avión en pleno vuelo y su mayor impotencia era evitar que bajara y tuviera que abrir el paracaídas; quería mantenerse en el aire, no tener que pensar, ni odiar, ni entender, mantenerse ingrávida en el exilio que le ofrecía su infancia único lugar que consideraba suyo, seguro, un mundo personal que le daba cobijo y donde la magia y el sentido de irrealidad era lo verdadero. En el tiempo suspendido, transportador, como lo sentía Vilnius al pensar que era el exilio lo que mejor definía al espíritu humano, unidos por el destierro, pero más allá, para mí lo eran la infancia y el pasado, esa cámara secreta del interior, esa puerta falsa como la imaginaba este complejo personaje, detrás de la cual vivimos la auténtica vida, la irrealidad.