5.- Aromas de Montaña.
En
1974 llegué a Mérida para iniciar estudios universitarios. A juzgar
por el impacto del primer encuentro con la cocina, jamás hubiese
pensado que sería allí donde encontraría la pasión por los
fogones. Mi primera residencia fue una modesta casa ubicada en el
casco central de la ciudad, habitada por seres enternecedores a
excepción del jefe de la casa. Eran la anciana madre, la tía abuela
y el hijo solterón. Este último un personaje frio y adusto que
mantenía costumbres férreas e inalterables como la diaria lectura
de su libro de cabecera Mi Lucha de Adolfo Hitler.
El
choque fue brutal, recién llegada de los campos petroleros
occidentales, acostumbrada a temperaturas por encima de los 35
grados, sobre el nivel del mar, de la noche a la mañana me encuentro
a 1.500 metros, a 14 grados, con un equipaje de ropa de verano,
dispuesta a encarar el valor de tener que someterme cada mañana a
duchas heladas, apresuradas, saliendo del baño con la boca morada,
temblando y punto de colapsar, de no haber sido por el generoso y
oportuno gesto de la abuela llevándome, presurosa, un taza de agua
panela caliente a la que agregaba un chorro de aguardiente y clavitos
de olor, y que tomaba en pequeños sorbos acurrucada en una esquina
de la cama, arropada, aun mojada, con la cobija de lana que luego
tenía que dejar en las cuerdas para que secara, pero que en más de
una ocasión me salió roto por descocido, porque la olvidaba y luego
se mojaba por la pertinaz lluvia que caía puntual y silenciosa sobre
la ciudad.
Ese
imborrable primer día, después de vestirme debajo de la cobija y
sin llegar a despojarme de ella, me dirigí a la cocina donde me
esperaba el más extraño e intragable desayuno que recuerdo, mucho
más raro que el de la vecina de los cambures titiaros. Antes las
siete de la mañana, atravesé el largo pasillo oscurecido por la
neblina que bajaba de la cordillera, iba trastabillando quizás por
efecto del guarapo de la abuela, con la esperanza de encontrar un
desayuno caliente que me aliviara el estómago; nada más iluso, lo
que estaba frente a mí era un promontorio blanquecino y tambaleante,
se trataba de un inusual revoltillo de huevos con sesos, ya frio pues
estaba hecho desde las cinco de la mañana; la generosa abuela sirvió
con prontitud una porción enorme y pone frente a mí, un vaso de
leche pasteurizada sacada de la nevera y una arepa de harina de
trigo. No podía creer que se tratara de un desayuno, acostumbrada
al cafecito con leche espumosa de la mañana, los revueltos con
tomate y cebolla y la arepita de maíz. No digo que no sea una buena
combinación, sé que los sesos son muy apreciados en la cocina
francesa, pero a esa hora de la mañana, temblando de frío y
extrañando las arepas de mi mamá, no pude evitar salir disparada al
baño entre arqueadas que me cortaron la respiración con solo probar
el primer bocado. Fue tal el impacto que aún hoy, casi 40 años
después, mi cuerpo reacciona como un gato pisado por la cola, cuando
veo una arepa de harina.
Me
fui a la Facultad, no sin antes ser despedida por la abuela con besos
y bendiciones, caminando seis cuadras bajo la lluvia hacia la parada
de autobús, cubierta por un paraguas que daba ya sus últimos
estertores que me prestó el tío, apenas protegida por un sueter
ligero, tejido por mí, pues había pensado comprarme algo más
grueso una vez instalada en la residencia. En el trayecto no pude
evitar rememorar las últimas palabras de advertencia de la abuela:
ya sabe, no
coma porquerías en la calle y venga a almorzar que ya el pollo está
montado.
Aliviada ante la idea de que comería algo conocido y pensando que lo
sucedido en el desayuno fue sólo una ceremonia de iniciación,
llegué a la parada sintiendo que mi respiración volvía a la
normalidad.
Pero
me equivocaba. Cierto que había pollo guisado, con una sazón
diferente a la que conocía pero me gustó a pesar del intenso sabor
a céleri; había también un arroz con mucho cilantro y chayota
hervida sin ningún aderezo y por supuesto todo frio. Comí lo que me
habían servido sin imaginar que desde ese día hasta el momento de
mí partida seis meses después, sería exactamente el mismo menú
del almuerzo a la misma hora de lunes a domingo. Aun así,
perseverante y optimista, me hice ilusiones con la cena pensando que
el ritual llegaba sólo hasta el mediodía; de nuevo me equivoqué,
al cuarto día en la residencia, a la hora de cenar, me dispuse a
destapar el pequeño sartén que reposaba en la hornilla y no pude
evitar una mueca de pesar al encontrarme una vez más, como los tres
últimos días, con un huevo frito flotando en aceite rodeado de
cuartos de arepa de harina alrededor, que la dulce abuela había
preparado a las cuatro de la tarde, hora en que religiosamente
apagaba los fogones. Y una vez más, lo metí en una bolsa negra y la
deposité en el fondo de la papelera. Pero aún quedaban pruebas por
superar. El desayuno variaba los fines de semana, podía ser cambiado
por una cosa esponjosa que me cansaba masticar sin siquiera saber de
qué se trataba, hasta que una vez, al pasar por una carnicería
meses después de haber abandonado la residencia, supe que se trata
de bofe guisado, al que en ocasiones podían sustituir por pajarilla,
riñones o corazón, con la mala fortuna de no poderme deshacer del
paquete porque a esa hora estaban todos en la cocina, pendientes de
la expresión de mi cara y por si fuera poco, dispuestos a ofrecerme
repetir, que no había problema,
porque la olla está reverenda.
Imagino que se estarían preguntando qué pasaba con esta niña que
nada más prueba la comida y empieza con arqueadas mañaneras como
cualquier embarazada. Como no podía ser de otra manera, antes de los
seis meses puse los pies en polvorosa.
***
Por
algunas semanas deambulé por los comedores para estudiantes, el
comedor universitario y algún que otro cafetín. Me embargaba una
sensación de vacío, de desarraigo, de abandono, tener que compartir
mesa con desconocidos y con costumbres irritantes y asquerosas. Tenía
que buscar un lugar agradable donde comer si quería seguir mis
estudios, día con día, noche con noche, no hacía más que recordar
los guisos de mi madre y hasta echaba en falta las impertinencias de
mis hermanos menores.
Antes
de terminar el primer semestre logré convencer a una compañera de
clases que me rentara una habitación con derecho a manutención; la
señora Terán hizo una excepción quizás al verme tan desolada y
flacucha y me instalé en su casa. Llegué a la gloria, no solo por
la comodidad de la habitación, sino porque al fin volví a comer en
familia, encantada con las especialidades de la dueña, una cocina
simplemente sencilla y fresca como he visto pocas en mi vida.
Los
padres de mi compañera tenían una pequeña finca en la periferia de
la ciudad, en la vía que conduce al páramo por la carretera
Trasandina. Eso significaba abundantes frutas y hortalizas tan
frescas que parecían sonreír. En esa casa probé por primera vez
curubas, badeas, moras, fresas, chirimoyas, frutas para jugos que
hábilmente la ayudante de la señora Terán combinaba con
zanahorias, remolachas, naranjas, toronjas o cambur, para lograr
divertidos colores y sorprendentes sabores. Es cierto que en los casi
dos años que viví en la residencia, nunca me fue servido un bistec,
una chuleta o una pieza de pollo entera. La carne era un escurridizo
tesoro que encontrábamos, aliñado y suave, en el interior de
pepinos criollos o de piquito, en hermosos tomates manzano, en
barquitas de calabacines, entubadas en largas y frescas zanahorias,
en rollitos de berenjenas; eran un delicia que recuerdo con la misma
emoción que me embargaba tratar de adivinar cuál sería la ensalada
del día, me atrevo a asegurar que fueron contadas las veces que
repetí la misma combinación.
Los
sábados en la mañana el corredor de la casa era penetrado por un
popurrí de aromas penetrantes y sugerentes, nada más la señora
Terán y su inseparable Beba entraban rodando el carrito del
mercado, por cuyo bordes afloraban verdes y tersas lechugas,
aterciopelados duraznos, rebosantes pimentones de colores, aromáticos
cebollines y cilantros, alcachofas y champiñones como recién
desprendidas de la tierra. Aquel espectáculo quedó en mi memoria
como el milagro del color y el gozo de los aromas. Francamente,
aquella cocina era la expresión más fiel que he conocido de la
sencillez y la frescura.
***
Durante
casi dos años tuve el privilegio de ser la única comensal de la
residencia, hasta el día que la señora Terán me comunicó que ya
no podía comprometerse a cocinar por los graves problemas de salud
de su esposo. Me sentí desolada, no sólo por su situación, sino
porque vislumbre el desasosiego que sobrevenía cuando tenía que
comer y dormir en lugares separados. De nuevo me vi deambulando por
comedores estudiantiles conteniendo el llanto por tener que
compartir mesa con extraños. Dos semanas después la providencia me
puso a tocar la puerta de Clorinda, una señora de ascendencia
italiana, menuda y ágil a sus 70 años, con unos brillantes e
inquietos ojos azules. En esta casa fui, como en la anterior, la
única comensal, pero también donde comencé a perder mis 53 kilos
con los que llegué a la ciudad, por el gusto que lenta y
sorprendentemente comencé a sentir por la harina de trigo y sus
múltiples derivados.
Di
inicio a una nueva fascinación, convenciéndome una vez más de que
las cocinas de casa son micro universos en los que se originan los
códigos compartidos de las familias. Clorinda encendía sus
hornillas a las 6 de la mañana. En varias ocasiones tuve el
privilegio de ser recibida a la hora del desayuno y quedaba
maravillada al constatar su disposición para complacer los gustos
de cada uno de los miembros de su familia. En el budare se asaban
arepas de varios tamaños y sabores; delgada y crujiente para el
nieto mayor, otras también delgadas pero mezclada con avena o
ajonjolí para la hija mayor; más gruesa y con más sal y queso
rallado para la hija menor; amasada con manteca vegetal para uno de
los hijos que desayunaba con la familia los fines de semana. En el
centro de la mesa se disponía la mantequillera, el salero, el frasco
del picante preparado en casa y el queso ahumando rallado, que por
turnos íbamos untando a la arepa mientras llegaba la pisca andina y
o bien, una variada preparación de huevos, revueltos con tomate y
cebolla, fritos con el borde quemado y otros apenas hervidos, según
el gusto de los comensales.
No
habían terminado de lavar los platos del desayuno las chicas del
servicio, y ya Clorinda comenzaba a preparar el almuerzo. Diariamente
nos sentábamos a la mesa entre siete y ocho personas, quienes
debíamos estar en casa a las 12 del mediodía. Era un menú de mucha
elaboración, paciencia y horas de dedicación. Honrando su origen
siciliano servía dos o tres veces por semana pasta casera elaborada
con técnicas tradicionales: los cabates, los macarrones de hierrito
y la cabatela, nombres y platos que no he escuchado ni probado en
ninguno de los hogares que había conocido.
Las
cantidades eran importantes en esta familia cuando se trataba de las
especialidades de la casa, ya que debía alcanzar para el resto de
los hijos que ya no convivían en el hogar. La masa básica era la
misma para todas las preparaciones: un kilo de harina todo uso, diez
huevos, un punto de sal y el agua templada “que la masa pida”.
Clorinda dividía en dos partes con la mitad de los ingredientes,
antes de volcar los huevos uno a uno sobre la harina, se frotaba las
manos para darles calor. Amasaba haciendo presión con el carpo hasta
lograr elasticidad. Una vez reposada por una hora, se le daba la
forma requerida. En el caso de los cabates, o ñoqui de harina, la
masa se corta en porciones pequeñas, se estira en forma tubos no muy
delgados, dándole vueltas con las palmas de las manos. Se disponen
los tubos en la mesa enharinada, se cortan pequeños trozos y se les
hace una hendidura con el pulgar; luego se van colocando con mimo en
una mesa cubierta con un mantel enharinado y otro tapándolos para
que no se resequen con el aire. La cocción se hace en un gustoso y
abundante caldo con hueso blanco, hojas de puerros, hojas de
cebollines, cilantro, y hojas de laurel. La familia tenía por
costumbre, tomar este consomé como entrada al que añadían galletas
de soda y queso parmesano rallado.
En
la elaboración de los macarrones de hierrito participaban los
sobrinos, a quienes les divertía estirar la masa en largos tubos a
los que introducían una barilla de acero para luego sacarlo y dejar
un orificio en el centro. La cabatela o telas eran tallarines lisos
que se obtenían estirando la harina en forma rectangular para luego
cortar finas láminas.
Estas
recetas forman parte del patrimonio de la memoria de la familia y
está vinculada a las grandes celebraciones que los une y cohesiona.
Durante muchos años compartí con Clorinda y su familia muchas de
sus recetas que sin duda llegaron a influir en la cocina que
desarrollé apenas estuve al frente de mis propios cacharros.