sábado, 31 de mayo de 2014

Habla mi cuerpo


¡Desgraciada memoria que obligas a saber por qué rutas hemos llegado a ser lo que somos! Y también divagaba, medio adormecido, que mi cuerpo no era del todo homogéneo, sino que alguna de sus partes no estaban todavía maduras y mi cabeza de reía y se burlaba del muslo, mientras el muslo de la cabeza se burlaba; y que el dedo lo hacía del corazón, el corazón de los sesos, la nariz del ojo, el ojo de la nariz a carcajadas; locamente se carcajeaban, y todos esos miembros y partes del cuerpo se violaban mutuamente y salvajemente en un atmósfera de penetrante e hiriente pan-mofa.

Witold Gombrowicz. Fredydurke
                                                                   

                                                     Capítulo Cero


Este libro lo escribo por dos razones, una visible y otra oculta, la que a fin de cuantas terminaré revelando por aquello  de que cuando el escritor escribe cae en trance y es presa de un impulso incontenible de confesión, por eso lo digo de una vez, quiero hacerme millonaria con este libro pero la verdad no sé si lo terminaré, pues cuando lo dejo en barbecho, al retomarlo ya no soy la misma o mejor dicho mi cuerpo no es el mismo, y no estoy diciendo que lo deje en reposo por meses o años, a lo sumo un par de semanas y ya mi cuerpo ha tomado otra forma, otro ritmo, otra actitud en la mirada y en los gestos, ya no soy la misma y al tratar de reconducir lo iniciado, ha perdido sentido y vigencia lo que allí estaba escrito. Y aquí viene la segunda  razón, es decir la visible, y que también a veces se oculta, digo que lo escribo y escribo lo que digo porque me persigue un gorgoreo en la cabeza con ideas que se vienen solas, me acorralan y no logro hacerlas desaparecer hasta que las escribo.

Por fortuna esas escrituras sobrevivientes que quedan allí como texto y dejan de ser moscardones que zumban en los oídos, también han venido a  suplantar al espejo. Ya no me miro en él, a no ser que tenga que eliminar puntos y granitos de mi cara, pero nunca para mirarme de cuerpo entero y menos desnudo, ni qué decir de los ojos que ya van asomando esa mirada como de quien viene del horror que van mostrando los ancianos. Pero la verdad no estoy siendo justa conmigo porque si hay algo que admiro y valoro en este acercamiento acompasado pero decidido a la vejez, es la imperfección; eso se lo digo a mis hijos a cada rato, no busquen la perfección porque si la alcanzan ya no habrá nada más de que ocuparse, nos tendríamos que cruzar de brazos, en cambio, al formar parte de un universo que no es estático, todo se mueve,  o evoluciona, o migra, o muta, pues la imperfección la hacemos mover hacia lo perfecto y lo mejor de todo es que en ese tránsito bajamos decibeles a la ansiedad, a la carencia, al desarraigo y a lo que sea que perturbe la existencia.

 A veces me dan unos arranques de rabia y me provoca tirar de los pelos a esas niñas lindas,  esposas frescas,  jóvenes y no tan jóvenes que les encanta acumular vajillas, manteles, cristalería en cajas que guardan en otras cajas y hasta pagan alquiler de depósitos para guardar y usar en ocasiones especiales, siempre pensando en el futuro y resulta que lo verdaderamente especial está pasando en su día a día, madrazas, esposas y amigas abnegadas, prácticas, enérgicas, pero siguen esperando la vida perfecta convertidas en estatuas de sal.

No hablaré ni desde la amargura, ni del desdén y mucho menos desde la ironía (nunca supe cómo hacerlo); hablo desde mis 60 años, en un país tan agotado y golpeado como mis rodillas, sólo que al menos puedo decidir por mí, mientras que mi país está entrampado, pero eso es otro tema, digo  que simplemente habla un cuerpo que pide descanso, no parálisis, porque si tuviera la edad de esas niñas, estaría en la cocina inventado sabores y texturas, o buscando telas para remozar los cojines, fertilizando el jardín,  tomándome al atardecer un vermut bien frio, pero ahora el cuerpo pide soltura, pide flotar en aguas perfumadas de azahares, dejarse llevar por el silencio y la diligencia de las hormigas y, ya que estamos en confianza, diré que este cuerpo comenzó a pedir ser escuchado desde y para la libertad, poco después de haber cumplido 60 años, un día cualquiera estando en la cocina hirviendo unos trozos de yuca para hacer bastoncitos empanizados de acompañamiento de una muselina de espinaca, para lo cual la yuca debía mantenerse firme y suave; tenía todo calculado, organizado y planificado hasta que la yuca se deshizo en una masa amorfa e inatrapable, pero logré controlar la frustración, inspiré, espiré y ya estaba resuelto, los palitos serian ahora puré que llevaría al horno con queso fundido y  puntas de espárragos. En ese momento me convencí que todo se resuelve en la manera en que nombramos las cosas, y por lo tanto les ofrecería a mis amigos un gratén de tubérculos del Turbio que ellos adorarían agradecido
                                                            
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Cabeza

Tengo una cabeza rumiante, es un trasiego de imágenes y pensamientos silentes e incontrolables, como esos niños hiperquinéticos que no soportan dos minutos inmóviles, buscando  con miradas ansiosas una nueva víctima u objetivo de ataque; y cuando al fin se queda  en reposo se posa un sonido de fondo que a veces resulta más incisivo porque deja de ser silente. Traigo encima un soundtrack que cambia a su antojo, unas veces en son numérico y ahí me veo contando escalones cuando bajo a botar  la basura, llevando la cuenta hasta 10 en el momento de poner la miel a una taza té verde, o cuando sirvo la ginebra; contabilizo las 50 frotadas que doy a mi pelo para hacer la espuma y luego otras 50 para sacarla. Cuento 7 movimientos mientras me paso el hilo dental,  180 segundos que me lleva mantener mi cara inmóvil recibiendo el vapor del té para  luego inspira-espirar y volver a recibirlo en mis limpiezas de cutis semanales. Es increíble pero a mi cabeza le da por contar de una manera natural, fluida. Lo mejor de todo es que me he despojado de relojes, espejos, tazas y cucharas de medir, tengo las medidas en el pulso,  un giro de aceite para sellar un solomillo, dos para saltear vegetales y hasta cuatro para guisar un sofrito. Si necesito poner agua para una pasta, sin venir a cuento me cambia el soundtrack a la versión musical, dejo caer el chorro y de inmediato me llega como un rumor lejano You´re the first,the last my everiything. No ha sido fácil desprenderme de Barry White, caminamos  y nos bañamos juntos todo el tiempo.

Dicen que caminar es un ejercicio excelente para liberar la mente. Falso, total y absolutamente falso.  Salgo a caminar hacia la avenida Charleston por el canal de que va al sur porque ese lado bordea el Memorial Hollywood Gardens. Camino  dejándome acariciar por el fresco aire que a esa hora de la mañana me regalan los ficus y las higueras en flor, los banianos de los jardines del cementerio que le dan sombra a las  esculturas del parque. Resulta un pasaje relajante hasta que comienzan a aparecer los pequeños y descuidados jardines de la zona residencial. Se vienen como embelecos, imágenes haciendo fintas como queriendo desviar la escritura  que he dejado abierta, lanzando propuestas para recrear situaciones que podrían desarrollarse detrás de esas puertas, historias bizarras a juzgar por el aspecto de esos jardines insólitos, surrealistas y estrafalarios. Me cuesta imaginar qué pasa por las cabezas de esa gente que más que habitarlas, parece parapetearse en esas casas; dedicadas a arrumar cualquier cantidad de rarezas en sus garajes y jardines. He visto todo, espejos simulando pequeños lagos, cabezas de  venados, siervos disecados, pieles de tigres, pajareras  que resguardan búhos de plástico, máscaras africanas, plumajes indígenas descoloridos,  verdaderos museos de la ruinas y vitrinas del despojo. De pronto lo que comenzaba como divertidas fintas, van  desapareciendo por la acción de trombas marinas que dirigen el sentido de la escritura hacia la profundidad de soledades abigarradas y emociones castradas que percibo con claridad, aun sin ver los rostros de los personajes que habitan esas residencias.

Sigo mi camino escribiendo el posible relato, y se viene de nuevo el soundtrach, pero esta vez es mi voz narrando en acento argentino, lo que hace perder dramatismo al relato y lo va haciéndolo más verdadero, sin escándalo, sin conflicto, sin segundas intenciones, eso es la maravilloso del acento argentino.


                                                                ***

De vuelta a casa, me dispongo a reiniciar la escritura, pero nunca he podido arrancar sin dar retoques al apartamento, aun cuando he dejado la cama tendida y los platos del desayuno lavados, pero igual doy una pasadita al lavamanos, un cepillazo al retrete, o separo ropa que he de lavar en el descanso. Tomo un vaso de alguna infusión que haya dejado en reposo y me siento a releer lo que viene escrito. Pero mi cabeza se niega a dejarse llevar y empiezan a llegar trombas marinas portadoras de sonidos del pasado, imágenes del presente, pensamientos guardados bajo siete candados de los que he tirado sus llaves, pero están allí, desafiantes y haciéndose dueños de esta cabezota parquisona.


                                                                          2
                                                                       Ojos

Mis ojos viejos ya no miran, me miran; miran la piel, descubren manchas, verrugas, lunares que aparecen sin anuncio y sin dolor; miran las manos, venosas e inseguras, miran el pelo, débil, opaco, y miran sobre todo la mirada. Los ojos viejos miran espantados, interrogan,  son una fuente de lágrimas  que brotan sin motivo, y sin embargo, ante una situación dolorosa, quedan secos como palos de canela.

He llegado a la conclusión de que los ojos de los viejos no son tiernos, no son ingenuos, no son tristes, no son alegres, no son amenazadores, no son inquisitivos, no son malvados; son incrédulos y se comportan como espejos del espanto. No miran fijo a las personas, aunque sí se detienen en los árboles, en el mar, en la montaña, los dulces, los helados, y sobre todo, en el horizonte. Más que mirar, divagan buscando algo que no se parezca a lo  ya conocido. En duermevela suelen ser inquietos, proyectan imágenes  recurrentes, escurridizas, hasta que al filo de la medianoche, en el umbral del  REM, entran en el esperado sueño que por fin nos lleva al lugar de retorno.

Aun así, hay que respetar la valiente misión que llevan tan bien como pueden, y es la de avistar y advertir a sus congéneres avecinados en este dechado quejumbroso que es mi cuerpo viejo,  los colores que van saliendo en los fluidos y sin fin de erupciones inesperadas y puntuales. Por temporadas centran su atención en objetivos distintos: músculos, membranas, protuberancias varias, venas, tendones, articulaciones, hasta terminar convirtiéndose en una extensión de la memoria, porque comienzan a llevar perfecta cuenta de los cambios que se van produciendo día a día,  semana a semana, mes a mes, hasta que ya no queda otro excusa para ir al médico.

Mis ojos parecen estar obsesionados sobre todo con la orina y con la lengua. Todas las mañanas como autómata programada, me planto  frente a la taza del retrete a ver el color de la orina, que por lo general es muy claro por el agua que llevo tomando todo el día; en ocasiones olvido que he consumido remolachas o complejo b y de pronto me horrorizo, hasta que caigo en cuenta de que las he comido. Cuando nos ponemos viejos nuestros ojos dirigen su atención a lo anormal, parece que tienen una facultad especial para ver lo que durante años pasamos por alto, es como si comenzáramos a depender de ellos ya no tanto para  ver lo que está frente a nosotros, lo que está oculto, the other side; es irónico pero es así, más que mirar escrutan lo micro, por muy debilitada que tengamos la visión, buscan el lugar más recóndito y oscuro.


                                                                       
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                                                                    Lengua

No sé si lo leí en algún lugar o simplemente lo imaginé, pero con la vejez, la lengua se convierte en lector óptico, en el mural de la verdad; y no sólo eso, comienza a tener peso, o al menos comenzamos a tener conciencia de que la tenemos, y a saber que necesita ejercitarse. Toca ver qué dice la lengua, y vaya que habla.

Para variar la lengua también envejece, pero es un envejecimiento perezoso y pesado como un megaterio.  Pide limpieza profunda, exige frescura, es intransigente ante la falta de cepillado y enjuagado. Aun cuando las papilas no se regeneran tan rápido como en la juventud, curiosamente van cambiando sus funciones, o mejor dicho, redimensionándose. A estas alturas,  mis papilas de lo amargo deben  estar venciéndose o dormidas soporto sin rechazo el amargo, hasta me voy acostumbrando y menos mal, porque de todos los sabores el amargo el menos  prohibido por los gerontólogos como sí pasa con lo salado y lo dulce. Según parece, la lengua humana llega a tener 100.000 receptores gustativos, de esos, en la vejez sólo 5.000 van quedando activos, y al menos tres cuartas partes de ese residuo son las del sabor dulce, que una que otra vez se apaña con el agrio y el amargo. La buena noticia es que mientras más se reduzca el número de las papilas, puedo tomarme las pócimas regeneradoras sin traumas; es un benevolente gesto que tienen la lengua con la vejez,  aun así es un buen  indicio, no sólo de vejez, sino de sana vejez.

                                                              
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                                                                        Oídos


Casi todos los órganos y sentidos cambian sus funciones con la vejez, pero ninguno lo hace con tanto desparpajo como el sentido auditivo; se vuelve astuto, selectivo, voluntarioso, impaciente y por supuesto sordo. Se cansa rápido, en particular de la verborragia política dominante, del discurso monotemático y fundamentalista, sea religioso, artístico o esotérico; se hace el sordo con los comentaristas deportivos, los hermanos en Cristo,   el reguetón, el rap y la bachata; se tapa ante la palabra realenga, esa que sale por su cuenta desnuda e impertinente. Hace lo que le da la gana, escucha lo que quiere y cuando quiere.

El oído de los viejos ama a Vivaldi y a Debussy, disfruta el silencio, se adormece con el tañer de campanas lejanas, mis preferidas; es una lástima no tenerlas cerca en ésta naciente vejez, pero aunque no las tenga me llegan, las escucho siempre. Creo que el oído es el suplente de la memoria cuando ésta se va de viaje, y cuando regresa no tiene que preguntar que escuchó en su ausencia, el silencio le cuenta todo.


                                                                               5
                                                                            Nariz


Como todo sentido en franco envejecimiento, reclama presencia, pide atención, busca hacerse sentir agobiándonos con sus facultades sensibilizadas y potencializadas; los viejos pasamos el día olfateando para darle preocupaciones a sus vecinos corporales. El olor ciertas sudoraciones, la densidad del aliento, la vergonzosa química de gases y procesos indigestos, ponen en guardia al riñón, en alerta al hígado, en expectativa al colon. Cuando pensamos que todo comienza a oler mal o diferente, ya estamos instalados en la vejez. A los 20 años no tomamos conciencia de su aspecto, cuando somos jóvenes poco nos importa si es bonita o fea, grande o chiquita, chata o perfilada; con los años adquiere una deformidad apenas perceptible, pero su función se intensifica, se agudiza, hasta dejar claro que no hay otro camino más que la moderación. Poco importan los años mientras tengamos olfato, tengo el presentimiento que me acompañará hasta el día que me llegue, ojala que suave y lentamente, el olor a tierra escarbada.

6
Corazón


Mi corazón es el órgano de la memoria y ésta, su badajo. Por las noches, apenas metida en la cama, antes de amoldar la almohada a mi cuello, me pongo en guardia, como quien espera un siroco. Llegan puntuales, temidas, con tal persistencia que les he tomado el tranquillo, he llegado a calibrar el ronzal que producen en mi cabeza. Un batallón de pensamientos, imaginaciones y recuerdos las preceden, llegan con prisa, otras con furor y las que finalmente me llevan al sueño van dejando un rastro acompasado. Cuando pierda la memoria, seguirás palpitando, o te apagarás?