sábado, 31 de mayo de 2014

Habla mi cuerpo


¡Desgraciada memoria que obligas a saber por qué rutas hemos llegado a ser lo que somos! Y también divagaba, medio adormecido, que mi cuerpo no era del todo homogéneo, sino que alguna de sus partes no estaban todavía maduras y mi cabeza de reía y se burlaba del muslo, mientras el muslo de la cabeza se burlaba; y que el dedo lo hacía del corazón, el corazón de los sesos, la nariz del ojo, el ojo de la nariz a carcajadas; locamente se carcajeaban, y todos esos miembros y partes del cuerpo se violaban mutuamente y salvajemente en un atmósfera de penetrante e hiriente pan-mofa.

Witold Gombrowicz. Fredydurke
                                                                   

                                                     Capítulo Cero


Este libro lo escribo por dos razones, una visible y otra oculta, la que a fin de cuantas terminaré revelando por aquello  de que cuando el escritor escribe cae en trance y es presa de un impulso incontenible de confesión, por eso lo digo de una vez, quiero hacerme millonaria con este libro pero la verdad no sé si lo terminaré, pues cuando lo dejo en barbecho, al retomarlo ya no soy la misma o mejor dicho mi cuerpo no es el mismo, y no estoy diciendo que lo deje en reposo por meses o años, a lo sumo un par de semanas y ya mi cuerpo ha tomado otra forma, otro ritmo, otra actitud en la mirada y en los gestos, ya no soy la misma y al tratar de reconducir lo iniciado, ha perdido sentido y vigencia lo que allí estaba escrito. Y aquí viene la segunda  razón, es decir la visible, y que también a veces se oculta, digo que lo escribo y escribo lo que digo porque me persigue un gorgoreo en la cabeza con ideas que se vienen solas, me acorralan y no logro hacerlas desaparecer hasta que las escribo.

Por fortuna esas escrituras sobrevivientes que quedan allí como texto y dejan de ser moscardones que zumban en los oídos, también han venido a  suplantar al espejo. Ya no me miro en él, a no ser que tenga que eliminar puntos y granitos de mi cara, pero nunca para mirarme de cuerpo entero y menos desnudo, ni qué decir de los ojos que ya van asomando esa mirada como de quien viene del horror que van mostrando los ancianos. Pero la verdad no estoy siendo justa conmigo porque si hay algo que admiro y valoro en este acercamiento acompasado pero decidido a la vejez, es la imperfección; eso se lo digo a mis hijos a cada rato, no busquen la perfección porque si la alcanzan ya no habrá nada más de que ocuparse, nos tendríamos que cruzar de brazos, en cambio, al formar parte de un universo que no es estático, todo se mueve,  o evoluciona, o migra, o muta, pues la imperfección la hacemos mover hacia lo perfecto y lo mejor de todo es que en ese tránsito bajamos decibeles a la ansiedad, a la carencia, al desarraigo y a lo que sea que perturbe la existencia.

 A veces me dan unos arranques de rabia y me provoca tirar de los pelos a esas niñas lindas,  esposas frescas,  jóvenes y no tan jóvenes que les encanta acumular vajillas, manteles, cristalería en cajas que guardan en otras cajas y hasta pagan alquiler de depósitos para guardar y usar en ocasiones especiales, siempre pensando en el futuro y resulta que lo verdaderamente especial está pasando en su día a día, madrazas, esposas y amigas abnegadas, prácticas, enérgicas, pero siguen esperando la vida perfecta convertidas en estatuas de sal.

No hablaré ni desde la amargura, ni del desdén y mucho menos desde la ironía (nunca supe cómo hacerlo); hablo desde mis 60 años, en un país tan agotado y golpeado como mis rodillas, sólo que al menos puedo decidir por mí, mientras que mi país está entrampado, pero eso es otro tema, digo  que simplemente habla un cuerpo que pide descanso, no parálisis, porque si tuviera la edad de esas niñas, estaría en la cocina inventado sabores y texturas, o buscando telas para remozar los cojines, fertilizando el jardín,  tomándome al atardecer un vermut bien frio, pero ahora el cuerpo pide soltura, pide flotar en aguas perfumadas de azahares, dejarse llevar por el silencio y la diligencia de las hormigas y, ya que estamos en confianza, diré que este cuerpo comenzó a pedir ser escuchado desde y para la libertad, poco después de haber cumplido 60 años, un día cualquiera estando en la cocina hirviendo unos trozos de yuca para hacer bastoncitos empanizados de acompañamiento de una muselina de espinaca, para lo cual la yuca debía mantenerse firme y suave; tenía todo calculado, organizado y planificado hasta que la yuca se deshizo en una masa amorfa e inatrapable, pero logré controlar la frustración, inspiré, espiré y ya estaba resuelto, los palitos serian ahora puré que llevaría al horno con queso fundido y  puntas de espárragos. En ese momento me convencí que todo se resuelve en la manera en que nombramos las cosas, y por lo tanto les ofrecería a mis amigos un gratén de tubérculos del Turbio que ellos adorarían agradecido
                                                            
1

Cabeza

Tengo una cabeza rumiante, es un trasiego de imágenes y pensamientos silentes e incontrolables, como esos niños hiperquinéticos que no soportan dos minutos inmóviles, buscando  con miradas ansiosas una nueva víctima u objetivo de ataque; y cuando al fin se queda  en reposo se posa un sonido de fondo que a veces resulta más incisivo porque deja de ser silente. Traigo encima un soundtrack que cambia a su antojo, unas veces en son numérico y ahí me veo contando escalones cuando bajo a botar  la basura, llevando la cuenta hasta 10 en el momento de poner la miel a una taza té verde, o cuando sirvo la ginebra; contabilizo las 50 frotadas que doy a mi pelo para hacer la espuma y luego otras 50 para sacarla. Cuento 7 movimientos mientras me paso el hilo dental,  180 segundos que me lleva mantener mi cara inmóvil recibiendo el vapor del té para  luego inspira-espirar y volver a recibirlo en mis limpiezas de cutis semanales. Es increíble pero a mi cabeza le da por contar de una manera natural, fluida. Lo mejor de todo es que me he despojado de relojes, espejos, tazas y cucharas de medir, tengo las medidas en el pulso,  un giro de aceite para sellar un solomillo, dos para saltear vegetales y hasta cuatro para guisar un sofrito. Si necesito poner agua para una pasta, sin venir a cuento me cambia el soundtrack a la versión musical, dejo caer el chorro y de inmediato me llega como un rumor lejano You´re the first,the last my everiything. No ha sido fácil desprenderme de Barry White, caminamos  y nos bañamos juntos todo el tiempo.

Dicen que caminar es un ejercicio excelente para liberar la mente. Falso, total y absolutamente falso.  Salgo a caminar hacia la avenida Charleston por el canal de que va al sur porque ese lado bordea el Memorial Hollywood Gardens. Camino  dejándome acariciar por el fresco aire que a esa hora de la mañana me regalan los ficus y las higueras en flor, los banianos de los jardines del cementerio que le dan sombra a las  esculturas del parque. Resulta un pasaje relajante hasta que comienzan a aparecer los pequeños y descuidados jardines de la zona residencial. Se vienen como embelecos, imágenes haciendo fintas como queriendo desviar la escritura  que he dejado abierta, lanzando propuestas para recrear situaciones que podrían desarrollarse detrás de esas puertas, historias bizarras a juzgar por el aspecto de esos jardines insólitos, surrealistas y estrafalarios. Me cuesta imaginar qué pasa por las cabezas de esa gente que más que habitarlas, parece parapetearse en esas casas; dedicadas a arrumar cualquier cantidad de rarezas en sus garajes y jardines. He visto todo, espejos simulando pequeños lagos, cabezas de  venados, siervos disecados, pieles de tigres, pajareras  que resguardan búhos de plástico, máscaras africanas, plumajes indígenas descoloridos,  verdaderos museos de la ruinas y vitrinas del despojo. De pronto lo que comenzaba como divertidas fintas, van  desapareciendo por la acción de trombas marinas que dirigen el sentido de la escritura hacia la profundidad de soledades abigarradas y emociones castradas que percibo con claridad, aun sin ver los rostros de los personajes que habitan esas residencias.

Sigo mi camino escribiendo el posible relato, y se viene de nuevo el soundtrach, pero esta vez es mi voz narrando en acento argentino, lo que hace perder dramatismo al relato y lo va haciéndolo más verdadero, sin escándalo, sin conflicto, sin segundas intenciones, eso es la maravilloso del acento argentino.


                                                                ***

De vuelta a casa, me dispongo a reiniciar la escritura, pero nunca he podido arrancar sin dar retoques al apartamento, aun cuando he dejado la cama tendida y los platos del desayuno lavados, pero igual doy una pasadita al lavamanos, un cepillazo al retrete, o separo ropa que he de lavar en el descanso. Tomo un vaso de alguna infusión que haya dejado en reposo y me siento a releer lo que viene escrito. Pero mi cabeza se niega a dejarse llevar y empiezan a llegar trombas marinas portadoras de sonidos del pasado, imágenes del presente, pensamientos guardados bajo siete candados de los que he tirado sus llaves, pero están allí, desafiantes y haciéndose dueños de esta cabezota parquisona.


                                                                          2
                                                                       Ojos

Mis ojos viejos ya no miran, me miran; miran la piel, descubren manchas, verrugas, lunares que aparecen sin anuncio y sin dolor; miran las manos, venosas e inseguras, miran el pelo, débil, opaco, y miran sobre todo la mirada. Los ojos viejos miran espantados, interrogan,  son una fuente de lágrimas  que brotan sin motivo, y sin embargo, ante una situación dolorosa, quedan secos como palos de canela.

He llegado a la conclusión de que los ojos de los viejos no son tiernos, no son ingenuos, no son tristes, no son alegres, no son amenazadores, no son inquisitivos, no son malvados; son incrédulos y se comportan como espejos del espanto. No miran fijo a las personas, aunque sí se detienen en los árboles, en el mar, en la montaña, los dulces, los helados, y sobre todo, en el horizonte. Más que mirar, divagan buscando algo que no se parezca a lo  ya conocido. En duermevela suelen ser inquietos, proyectan imágenes  recurrentes, escurridizas, hasta que al filo de la medianoche, en el umbral del  REM, entran en el esperado sueño que por fin nos lleva al lugar de retorno.

Aun así, hay que respetar la valiente misión que llevan tan bien como pueden, y es la de avistar y advertir a sus congéneres avecinados en este dechado quejumbroso que es mi cuerpo viejo,  los colores que van saliendo en los fluidos y sin fin de erupciones inesperadas y puntuales. Por temporadas centran su atención en objetivos distintos: músculos, membranas, protuberancias varias, venas, tendones, articulaciones, hasta terminar convirtiéndose en una extensión de la memoria, porque comienzan a llevar perfecta cuenta de los cambios que se van produciendo día a día,  semana a semana, mes a mes, hasta que ya no queda otro excusa para ir al médico.

Mis ojos parecen estar obsesionados sobre todo con la orina y con la lengua. Todas las mañanas como autómata programada, me planto  frente a la taza del retrete a ver el color de la orina, que por lo general es muy claro por el agua que llevo tomando todo el día; en ocasiones olvido que he consumido remolachas o complejo b y de pronto me horrorizo, hasta que caigo en cuenta de que las he comido. Cuando nos ponemos viejos nuestros ojos dirigen su atención a lo anormal, parece que tienen una facultad especial para ver lo que durante años pasamos por alto, es como si comenzáramos a depender de ellos ya no tanto para  ver lo que está frente a nosotros, lo que está oculto, the other side; es irónico pero es así, más que mirar escrutan lo micro, por muy debilitada que tengamos la visión, buscan el lugar más recóndito y oscuro.


                                                                       
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                                                                    Lengua

No sé si lo leí en algún lugar o simplemente lo imaginé, pero con la vejez, la lengua se convierte en lector óptico, en el mural de la verdad; y no sólo eso, comienza a tener peso, o al menos comenzamos a tener conciencia de que la tenemos, y a saber que necesita ejercitarse. Toca ver qué dice la lengua, y vaya que habla.

Para variar la lengua también envejece, pero es un envejecimiento perezoso y pesado como un megaterio.  Pide limpieza profunda, exige frescura, es intransigente ante la falta de cepillado y enjuagado. Aun cuando las papilas no se regeneran tan rápido como en la juventud, curiosamente van cambiando sus funciones, o mejor dicho, redimensionándose. A estas alturas,  mis papilas de lo amargo deben  estar venciéndose o dormidas soporto sin rechazo el amargo, hasta me voy acostumbrando y menos mal, porque de todos los sabores el amargo el menos  prohibido por los gerontólogos como sí pasa con lo salado y lo dulce. Según parece, la lengua humana llega a tener 100.000 receptores gustativos, de esos, en la vejez sólo 5.000 van quedando activos, y al menos tres cuartas partes de ese residuo son las del sabor dulce, que una que otra vez se apaña con el agrio y el amargo. La buena noticia es que mientras más se reduzca el número de las papilas, puedo tomarme las pócimas regeneradoras sin traumas; es un benevolente gesto que tienen la lengua con la vejez,  aun así es un buen  indicio, no sólo de vejez, sino de sana vejez.

                                                              
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                                                                        Oídos


Casi todos los órganos y sentidos cambian sus funciones con la vejez, pero ninguno lo hace con tanto desparpajo como el sentido auditivo; se vuelve astuto, selectivo, voluntarioso, impaciente y por supuesto sordo. Se cansa rápido, en particular de la verborragia política dominante, del discurso monotemático y fundamentalista, sea religioso, artístico o esotérico; se hace el sordo con los comentaristas deportivos, los hermanos en Cristo,   el reguetón, el rap y la bachata; se tapa ante la palabra realenga, esa que sale por su cuenta desnuda e impertinente. Hace lo que le da la gana, escucha lo que quiere y cuando quiere.

El oído de los viejos ama a Vivaldi y a Debussy, disfruta el silencio, se adormece con el tañer de campanas lejanas, mis preferidas; es una lástima no tenerlas cerca en ésta naciente vejez, pero aunque no las tenga me llegan, las escucho siempre. Creo que el oído es el suplente de la memoria cuando ésta se va de viaje, y cuando regresa no tiene que preguntar que escuchó en su ausencia, el silencio le cuenta todo.


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                                                                            Nariz


Como todo sentido en franco envejecimiento, reclama presencia, pide atención, busca hacerse sentir agobiándonos con sus facultades sensibilizadas y potencializadas; los viejos pasamos el día olfateando para darle preocupaciones a sus vecinos corporales. El olor ciertas sudoraciones, la densidad del aliento, la vergonzosa química de gases y procesos indigestos, ponen en guardia al riñón, en alerta al hígado, en expectativa al colon. Cuando pensamos que todo comienza a oler mal o diferente, ya estamos instalados en la vejez. A los 20 años no tomamos conciencia de su aspecto, cuando somos jóvenes poco nos importa si es bonita o fea, grande o chiquita, chata o perfilada; con los años adquiere una deformidad apenas perceptible, pero su función se intensifica, se agudiza, hasta dejar claro que no hay otro camino más que la moderación. Poco importan los años mientras tengamos olfato, tengo el presentimiento que me acompañará hasta el día que me llegue, ojala que suave y lentamente, el olor a tierra escarbada.

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Corazón


Mi corazón es el órgano de la memoria y ésta, su badajo. Por las noches, apenas metida en la cama, antes de amoldar la almohada a mi cuello, me pongo en guardia, como quien espera un siroco. Llegan puntuales, temidas, con tal persistencia que les he tomado el tranquillo, he llegado a calibrar el ronzal que producen en mi cabeza. Un batallón de pensamientos, imaginaciones y recuerdos las preceden, llegan con prisa, otras con furor y las que finalmente me llevan al sueño van dejando un rastro acompasado. Cuando pierda la memoria, seguirás palpitando, o te apagarás?

sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 5


5.- Aromas de Montaña.

En 1974 llegué a Mérida para iniciar estudios universitarios. A juzgar por el impacto del primer encuentro con la cocina, jamás hubiese pensado que sería allí donde encontraría la pasión por los fogones. Mi primera residencia fue una modesta casa ubicada en el casco central de la ciudad, habitada por seres enternecedores a excepción del jefe de la casa. Eran la anciana madre, la tía abuela y el hijo solterón. Este último un personaje frio y adusto que mantenía costumbres férreas e inalterables como la diaria lectura de su libro de cabecera Mi Lucha de Adolfo Hitler.
El choque fue brutal, recién llegada de los campos petroleros occidentales, acostumbrada a temperaturas por encima de los 35 grados, sobre el nivel del mar, de la noche a la mañana me encuentro a 1.500 metros, a 14 grados, con un equipaje de ropa de verano, dispuesta a encarar el valor de tener que someterme cada mañana a duchas heladas, apresuradas, saliendo del baño con la boca morada, temblando y punto de colapsar, de no haber sido por el generoso y oportuno gesto de la abuela llevándome, presurosa, un taza de agua panela caliente a la que agregaba un chorro de aguardiente y clavitos de olor, y que tomaba en pequeños sorbos acurrucada en una esquina de la cama, arropada, aun mojada, con la cobija de lana que luego tenía que dejar en las cuerdas para que secara, pero que en más de una ocasión me salió roto por descocido, porque la olvidaba y luego se mojaba por la pertinaz lluvia que caía puntual y silenciosa sobre la ciudad.
Ese imborrable primer día, después de vestirme debajo de la cobija y sin llegar a despojarme de ella, me dirigí a la cocina donde me esperaba el más extraño e intragable desayuno que recuerdo, mucho más raro que el de la vecina de los cambures titiaros. Antes las siete de la mañana, atravesé el largo pasillo oscurecido por la neblina que bajaba de la cordillera, iba trastabillando quizás por efecto del guarapo de la abuela, con la esperanza de encontrar un desayuno caliente que me aliviara el estómago; nada más iluso, lo que estaba frente a mí era un promontorio blanquecino y tambaleante, se trataba de un inusual revoltillo de huevos con sesos, ya frio pues estaba hecho desde las cinco de la mañana; la generosa abuela sirvió con prontitud una porción enorme y pone frente a mí, un vaso de leche pasteurizada sacada de la nevera y una arepa de harina de trigo. No podía creer que se tratara de un desayuno, acostumbrada al cafecito con leche espumosa de la mañana, los revueltos con tomate y cebolla y la arepita de maíz. No digo que no sea una buena combinación, sé que los sesos son muy apreciados en la cocina francesa, pero a esa hora de la mañana, temblando de frío y extrañando las arepas de mi mamá, no pude evitar salir disparada al baño entre arqueadas que me cortaron la respiración con solo probar el primer bocado. Fue tal el impacto que aún hoy, casi 40 años después, mi cuerpo reacciona como un gato pisado por la cola, cuando veo una arepa de harina.
Me fui a la Facultad, no sin antes ser despedida por la abuela con besos y bendiciones, caminando seis cuadras bajo la lluvia hacia la parada de autobús, cubierta por un paraguas que daba ya sus últimos estertores que me prestó el tío, apenas protegida por un sueter ligero, tejido por mí, pues había pensado comprarme algo más grueso una vez instalada en la residencia. En el trayecto no pude evitar rememorar las últimas palabras de advertencia de la abuela: ya sabe, no coma porquerías en la calle y venga a almorzar que ya el pollo está montado. Aliviada ante la idea de que comería algo conocido y pensando que lo sucedido en el desayuno fue sólo una ceremonia de iniciación, llegué a la parada sintiendo que mi respiración volvía a la normalidad. 
 
Pero me equivocaba. Cierto que había pollo guisado, con una sazón diferente a la que conocía pero me gustó a pesar del intenso sabor a céleri; había también un arroz con mucho cilantro y chayota hervida sin ningún aderezo y por supuesto todo frio. Comí lo que me habían servido sin imaginar que desde ese día hasta el momento de mí partida seis meses después, sería exactamente el mismo menú del almuerzo a la misma hora de lunes a domingo. Aun así, perseverante y optimista, me hice ilusiones con la cena pensando que el ritual llegaba sólo hasta el mediodía; de nuevo me equivoqué, al cuarto día en la residencia, a la hora de cenar, me dispuse a destapar el pequeño sartén que reposaba en la hornilla y no pude evitar una mueca de pesar al encontrarme una vez más, como los tres últimos días, con un huevo frito flotando en aceite rodeado de cuartos de arepa de harina alrededor, que la dulce abuela había preparado a las cuatro de la tarde, hora en que religiosamente apagaba los fogones. Y una vez más, lo metí en una bolsa negra y la deposité en el fondo de la papelera. Pero aún quedaban pruebas por superar. El desayuno variaba los fines de semana, podía ser cambiado por una cosa esponjosa que me cansaba masticar sin siquiera saber de qué se trataba, hasta que una vez, al pasar por una carnicería meses después de haber abandonado la residencia, supe que se trata de bofe guisado, al que en ocasiones podían sustituir por pajarilla, riñones o corazón, con la mala fortuna de no poderme deshacer del paquete porque a esa hora estaban todos en la cocina, pendientes de la expresión de mi cara y por si fuera poco, dispuestos a ofrecerme repetir, que no había problema, porque la olla está reverenda. Imagino que se estarían preguntando qué pasaba con esta niña que nada más prueba la comida y empieza con arqueadas mañaneras como cualquier embarazada. Como no podía ser de otra manera, antes de los seis meses puse los pies en polvorosa.

***

Por algunas semanas deambulé por los comedores para estudiantes, el comedor universitario y algún que otro cafetín. Me embargaba una sensación de vacío, de desarraigo, de abandono, tener que compartir mesa con desconocidos y con costumbres irritantes y asquerosas. Tenía que buscar un lugar agradable donde comer si quería seguir mis estudios, día con día, noche con noche, no hacía más que recordar los guisos de mi madre y hasta echaba en falta las impertinencias de mis hermanos menores.
Antes de terminar el primer semestre logré convencer a una compañera de clases que me rentara una habitación con derecho a manutención; la señora Terán hizo una excepción quizás al verme tan desolada y flacucha y me instalé en su casa. Llegué a la gloria, no solo por la comodidad de la habitación, sino porque al fin volví a comer en familia, encantada con las especialidades de la dueña, una cocina simplemente sencilla y fresca como he visto pocas en mi vida.
Los padres de mi compañera tenían una pequeña finca en la periferia de la ciudad, en la vía que conduce al páramo por la carretera Trasandina. Eso significaba abundantes frutas y hortalizas tan frescas que parecían sonreír. En esa casa probé por primera vez curubas, badeas, moras, fresas, chirimoyas, frutas para jugos que hábilmente la ayudante de la señora Terán combinaba con zanahorias, remolachas, naranjas, toronjas o cambur, para lograr divertidos colores y sorprendentes sabores. Es cierto que en los casi dos años que viví en la residencia, nunca me fue servido un bistec, una chuleta o una pieza de pollo entera. La carne era un escurridizo tesoro que encontrábamos, aliñado y suave, en el interior de pepinos criollos o de piquito, en hermosos tomates manzano, en barquitas de calabacines, entubadas en largas y frescas zanahorias, en rollitos de berenjenas; eran un delicia que recuerdo con la misma emoción que me embargaba tratar de adivinar cuál sería la ensalada del día, me atrevo a asegurar que fueron contadas las veces que repetí la misma combinación.
Los sábados en la mañana el corredor de la casa era penetrado por un popurrí de aromas penetrantes y sugerentes, nada más la señora Terán y su inseparable Beba entraban rodando el carrito del mercado, por cuyo bordes afloraban verdes y tersas lechugas, aterciopelados duraznos, rebosantes pimentones de colores, aromáticos cebollines y cilantros, alcachofas y champiñones como recién desprendidas de la tierra. Aquel espectáculo quedó en mi memoria como el milagro del color y el gozo de los aromas. Francamente, aquella cocina era la expresión más fiel que he conocido de la sencillez y la frescura.

***

Durante casi dos años tuve el privilegio de ser la única comensal de la residencia, hasta el día que la señora Terán me comunicó que ya no podía comprometerse a cocinar por los graves problemas de salud de su esposo. Me sentí desolada, no sólo por su situación, sino porque vislumbre el desasosiego que sobrevenía cuando tenía que comer y dormir en lugares separados. De nuevo me vi deambulando por comedores estudiantiles conteniendo el llanto por tener que compartir mesa con extraños. Dos semanas después la providencia me puso a tocar la puerta de Clorinda, una señora de ascendencia italiana, menuda y ágil a sus 70 años, con unos brillantes e inquietos ojos azules. En esta casa fui, como en la anterior, la única comensal, pero también donde comencé a perder mis 53 kilos con los que llegué a la ciudad, por el gusto que lenta y sorprendentemente comencé a sentir por la harina de trigo y sus múltiples derivados.
Di inicio a una nueva fascinación, convenciéndome una vez más de que las cocinas de casa son micro universos en los que se originan los códigos compartidos de las familias. Clorinda encendía sus hornillas a las 6 de la mañana. En varias ocasiones tuve el privilegio de ser recibida a la hora del desayuno y quedaba maravillada al constatar su disposición para complacer los gustos de cada uno de los miembros de su familia. En el budare se asaban arepas de varios tamaños y sabores; delgada y crujiente para el nieto mayor, otras también delgadas pero mezclada con avena o ajonjolí para la hija mayor; más gruesa y con más sal y queso rallado para la hija menor; amasada con manteca vegetal para uno de los hijos que desayunaba con la familia los fines de semana. En el centro de la mesa se disponía la mantequillera, el salero, el frasco del picante preparado en casa y el queso ahumando rallado, que por turnos íbamos untando a la arepa mientras llegaba la pisca andina y o bien, una variada preparación de huevos, revueltos con tomate y cebolla, fritos con el borde quemado y otros apenas hervidos, según el gusto de los comensales.
No habían terminado de lavar los platos del desayuno las chicas del servicio, y ya Clorinda comenzaba a preparar el almuerzo. Diariamente nos sentábamos a la mesa entre siete y ocho personas, quienes debíamos estar en casa a las 12 del mediodía. Era un menú de mucha elaboración, paciencia y horas de dedicación. Honrando su origen siciliano servía dos o tres veces por semana pasta casera elaborada con técnicas tradicionales: los cabates, los macarrones de hierrito y la cabatela, nombres y platos que no he escuchado ni probado en ninguno de los hogares que había conocido.
Las cantidades eran importantes en esta familia cuando se trataba de las especialidades de la casa, ya que debía alcanzar para el resto de los hijos que ya no convivían en el hogar. La masa básica era la misma para todas las preparaciones: un kilo de harina todo uso, diez huevos, un punto de sal y el agua templada “que la masa pida”. Clorinda dividía en dos partes con la mitad de los ingredientes, antes de volcar los huevos uno a uno sobre la harina, se frotaba las manos para darles calor. Amasaba haciendo presión con el carpo hasta lograr elasticidad. Una vez reposada por una hora, se le daba la forma requerida. En el caso de los cabates, o ñoqui de harina, la masa se corta en porciones pequeñas, se estira en forma tubos no muy delgados, dándole vueltas con las palmas de las manos. Se disponen los tubos en la mesa enharinada, se cortan pequeños trozos y se les hace una hendidura con el pulgar; luego se van colocando con mimo en una mesa cubierta con un mantel enharinado y otro tapándolos para que no se resequen con el aire. La cocción se hace en un gustoso y abundante caldo con hueso blanco, hojas de puerros, hojas de cebollines, cilantro, y hojas de laurel. La familia tenía por costumbre, tomar este consomé como entrada al que añadían galletas de soda y queso parmesano rallado.
En la elaboración de los macarrones de hierrito participaban los sobrinos, a quienes les divertía estirar la masa en largos tubos a los que introducían una barilla de acero para luego sacarlo y dejar un orificio en el centro. La cabatela o telas eran tallarines lisos que se obtenían estirando la harina en forma rectangular para luego cortar finas láminas.
Estas recetas forman parte del patrimonio de la memoria de la familia y está vinculada a las grandes celebraciones que los une y cohesiona. Durante muchos años compartí con Clorinda y su familia muchas de sus recetas que sin duda llegaron a influir en la cocina que desarrollé apenas estuve al frente de mis propios cacharros.

Relatos del Fuego - Capítulo 4


4.- Antireceta: del nombrar al rumor.

Los platos que preparaba mi madre no tenían nombre, todas las sopas eran “el hervido”, no importaba si lo hacía con costilla de res, gallina o paleta; la ensalada era de ruedas, lo mismo daba que añadiera juntos o por separado zanahorias, papas, remolachas, palmitos, tomates o huevos, siempre iba a ser ensalada de ruedas. Los dulces eran las conservas, ya fuesen de leche, piña, o toronja verde, todas eran conservas. El aliño era inmodificable: ajo, comino, culantro y achote formaban un cuarteto inseparable. Cuando más adelante aprendió otras formas de darle sabor a las comidas, los siguió llamando el aliño, bien si se tratara de un aderezo italiano o una vinagreta de mostaza.
La elaboración de los platos no ameritaba medidas ni de volumen ni de tiempo, aunque sí olfativas. Mi madre alternaba la cocina con la costura, de manera que antes de sentarse a la máquina, dejaba una olla de agua hirviendo y cada tanto, entre corte y trazo, le iba lanzando a la olla el hueso blanco, la costilla o las presas de pollo, en otra vuelta el cebollín y el cilantro hasta que llagaba el momento en que las siguientes paradas de la costura dependían del aroma que iba desprendiendo el cocido a medida que añadía las hortalizas y verduras. Su reloj era el olor que salía de la cocina, aunque a veces ese reloj fallaba, entonces nos presentaba ahí medio camuflado un hervido convertido en asopado o un guiso vuelto chanfaina, pero para todos seguía siendo el hervido o el pollo guisado. 
 
Como ya he mencionado, mi madre alternaba cocina y costura, mientras su cocina evolucionaba la costura la iba dejando poco a poco, y es que no podía ser de otra manera; ambas ocupaciones son fanatizadoras, no conozco ningún cocinera o costurera que no se enganche a sus labores, no es fácil dejar el patrón a medio dibujar ni olvidarse de las ollas dejándolas que hiervan su antojo. Si bien fue decepcionante dejar de vestirnos con modelitos exclusivos salidos de la imaginación activa de mi madre, ganamos en sabor y variedad en la mesa familiar. Hoy día si no tiene basmati no hace arroz y aprendió a grabar programas para tener a la mano las recetas de Karlos Arguiñano; de haberse quedado pegada a la máquina de coser no estaríamos disfrutando esa evolución. Hasta cierto punto era mucho menos complicado eso de no ponerle nombre a las preparaciones. Si lo vemos con atención aquella era una cocina con expresión intrínseca, un lenguaje lleno de plasticidad. En la actualidad la cocina se hace de nombres; hay dos grandes rasgos de la nueva cocina, el rumor y el nombrar.
Al darle nombre a las cosas las dotamos de entidad y simbología y como efecto, elaboramos un corpus imaginario. Cuando el cocinero ofrece un mousse de parchita ya debe saber que tiene que esperar a que enfríe el culie para unirlo a la crema ya que, de lo contrario, perderá no sólo la textura del mousse sino su credibilidad, sin contar que va a descorazonar al invitado. Si se ha ofrecido un souffle igual debe considerar las temperaturas antes de unir el guiso a las claras batidas, si no, corre el riesgo de terminar en una tortilla que no llega a omelet; igual riesgo correríamos con una crepe de no considerar la cantidad de harina en la debida proporción, o, si no le damos elasticidad a la masa usando leche tibia y añadiendo el huevo batido al final de la mezcla, con lo cual terminaríamos con una inesperada panqueca no tan esponjosa como hubiésemos querido. De allí que es mucho más recomendable darle nombre al resultado final, ya sabemos que la cocina tiene vida propia y cuando se nos pasa la mano o nos quedamos cortos, inmediatamente reacciona; de manera que si ponemos más fécula en la natilla, ya se convirtió en majarete, y si nos pasamos de azúcar en la mermelada pues será bautizada como jalea. Lo importante es no defraudar a nuestros comensales, como me sucedió una vez que intentaba freír taquitos de yuca luego de rebozarlos, pero la yuca se desmadejó en segundos, al final para no decepcionar a mis invitados les anuncie que en lugar de taquitos de yuca rebozados me había decantado por un inmejorable (y nunca mejor dicho) puré de tubérculos de las riberas del Turbio.
Pero estas consideraciones las pude hacer mucho después, antes tuve que seguir mi pasantía, la mirada profunda por las cocinas familiares en búsqueda del origen de sabores memorables.

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En el año de 1969 cuando estaba por cumplir los 16 años, mis padres consideraron conveniente enviarme a vivir a Trujillo con mi hermana mayor, quien estaba recién casada, con la idea de terminar el bachillerato en los andes y facilitar el cupo en la universidad, y de paso, ayudarla con la niña que esperaba. De manera que durante los siguientes dos años, perfeccioné mi espionaje por las cocinas ajenas, que de hecho para mí se había convertido en una seria indagación etnográfica; me convencí de que comer no solo mantiene vivas las funciones fisiológicas del cuerpo, sino de que la elaboración y disfrute de la comida y la forma cómo nos relacionamos con ella, pone a la vista los meandros de nuestra de psique y las más imprudentes emociones.
La cocina del rumor comenzó cuando me instalé en casa de mi hermana. Me sorprendió el giro que había dado su cocina en tan poco tiempo. Le había dicho adiós al hervido de costilla, a la ensalada de ruedas, a las arvejas amarillas, a las caraotas negras, a la carne mechada, a los mojitos de papas, al pabellón criollo, a las merengadas de cambur, a los plátanos en miel, a los tallarines en salsa ragú que tan bien le estaban quedando a mi madre, y los fue sustituyendo por canelones rellenos, arroz chino, arroz con pollo, ensalada rusa, papas rellenas horneadas, crema de calabacines, alcachofas en vinagreta, ceviches, antipastos, pastichos de berenjena, tallarines gratinados, supremas de pollo, milanesas a la parmesana, sanduchones, minestrones, brazos gitanos rellenos de atún o de ricota con espinaca, tortas de pan y piña, merengones de caramelo y de guayaba (ay que hambre tengo); y es que el rumor que iba de cocina en cocina estaba asociado a la moda. De pronto se corría el rumor de una fulana que ofreció pasticho de berenjena en un fiesta y todas corrían a hacerlos en sus casas, de manera que entre fiesta y fiesta el menú creció en variedad y sabor; de paso, y adelantándose al Facebook y al Twitter, se extendieron como pólvora consejos, tips e ideas para sustituir ingredientes o para transformar recetas de las abuelas y adaptarlas a los nuevos tiempos.
De esa incipiente y premonitoria red social salió la moda de hacer pie de manzana sustituyendo la manzana por chayotas y compotas de manzanas para niños; eso permitió salir del paso ante la escasez de manzana y traer al paladar de las nuevas generaciones un fruto desconocidos para ellas. Lo mismo sucedió con algunos consejos que le llegaban a mi hermana sobre lo bueno que resultaba poner los plátanos verdes en vinagre antes de cocerlos, la hoja de laurel en el agua de la pasta, el crémor tártaro para batir las claras, la sal en la berenjena para sacarle el agua amarga, el pañito húmedo sobre el recipiente de la natilla para que no haga nata; y algunas propuestas visionarias como los quesos blandos aliñados, los sabores agridulces, el uso extendido de la soya y el ajonjolí, los frasquitos aceites saborizados que comenzaron con el de los ajos pelados usado para hacer arroz, hasta inventar probar con la hoja de romero, eneldo y orégano. 
 
De la cocina de mi hermana salieron suculentos platos que les iba dando carácter a medida que los practicaba, después de escuchar al vuelo las recetas que le daba las compañeras de trabajo. Al final le quedaban mejores que las originales, lo que hizo de su cocina una de las mejores que he conocido.
Los vecinos más cercanos al apartamento que rentaba mi hermana eran los Vergara García. Al principio daban la impresión de ser una familia atípica, demasiado tranquilos y escurridizos, pero el tiempo nos demostró lo equivocadas que estábamos, aunque sí tenían sus rasgos no tan comunes, un particular carácter marcado por el orden y organización extremos, al menos para nosotras, menos complicadas en eso de jerarquizar cada acto de la vida cotidiana, sin llevar la disciplina al grado que lo hacían los vecinos. Todavía hoy en día, después de más de treinta años, mi hermana conserva un grato recuerdo de la señora Muriela, a quien llegó a querer y respetar como una gran amiga solidaria y generosa.
En lo que mí respecta, la señora Muriela y su familia no me dieron mucha confianza pero sí curiosidad. En realidad por esos años apenas estaba saliendo de la adolescencia, esa etapa de la vida en la que nuestra casa es el único mundo conocido y obvio, por lo tanto lo que este fuera de él, es un extraño, un bicho raro, sin saber ni sospechar siquiera que sólo somos huéspedes de nuestro propio mundo y hasta de nuestro propio cuerpo. 
 
Los Vergara García se convirtieron en blanco de mis observaciones etnográficas. Todos los miembros de la familia eran muy delgados, yo diría que atléticos, cosa no muy común en esa época en que los gimnasios eran poco frecuentados; caminaban muy erguidos, con la cabeza en alto y muy compuestos, hasta el menor de los hijos que no llegaba los seis años salía con su camisa bien planchada por dentro del pantalón, con una combinada y ajustada correa al igual que el padre y el hermano mayor. Las dos hijas que ya pasaban de los 15 años, siendo contemporáneas conmigo no buscaban amistad, olían a limpio, siempre parecían recién bañadas, sin embargo no se depilaban ni axilas y mucho menos las piernas, pero igual daban un aspecto agradable. El padre era una de esas personas que no representan una edad definida, como si toda la vida hubiesen sido viejos, quizás por el bigote circunflejo que le daba una expresión como de asombro e interrogadora, hablaba muy poco, siempre soltando frases lacónicas, de hecho, no recuerdo el tono de su voz. A la señora Muriela sí le gustaba buscar conversación, aparentemente muy calladita pero nada más le abrías un espacio, arramblaba con todos a su paso; a mí me causaban mucha risa sus palabras rebuscadas, no sabía de dónde las sacaba, hoy día, imagino que de las novelas que se publicaban en las revistas del corazón, era raro que alguien dijera mofletes en lugar de cachetón, o me hice un cardenal cuando le salía un morado en la piel, o que le dijera sus clientas cuando le tomaba medidas, mi señora se salen por acá unos michelenes, si le parecía subida de peso. En verdad sus rarezas me tentaban tanto o más de cuando era niña.
A pesar de las miradas disuasorias que me lanzaba mi hermana no perdía ocasión de observarlos. El señor Vergara manejaba un sedán que para la fecha en que los conocí había de tener 10 años, pero lo mantenía impecable, la pintura intacta al igual que la tapicería. Cuando salían en familia, los hijos y la esposa tenían que esperar que le señalara sus puestos aunque ya sabían cuáles les correspondía, y es que los colocaba según su peso para evitar que se desnivelara la amortiguación, en las puertas traseras los de mayor peso y en el centro al más pequeño; en la parte de adelante la señora Muriela siempre iba en el medio, porque el hijo mayor pesaba más que ella. Igual control mantenía sobre el uso de los equipos electrodomésticos que debían permanecer desenchufados, y el encendido puntual de los bombillos. Pero esos signos de respetable austeridad no me causaban gran curiosidad cómo saber qué se cocinaba en esa casa en la que no se escuchaba el trajinar de los cacharros y cuyos moradores eran todos sílfides.
La señora Muriela era costurera, pero a diferencia de mi madre, era profesional, excelente sobre todo en la perfección del corte; como ya he dicho, la costura engancha, de lunes a viernes pasaba todo el día sentada en su máquina y sólo salía al apartamento de mi hermana a eso de las tres de la tarde a estirar las piernas. Mi hermana la esperaba con su café servido y una buena rebanada de pan mojicón, se hizo tan asidua que, dando los apartamentos puerta con puerta, se llegaron a mantener abiertas para que entraran y salieran a su antojo. Tal familiaridad que me permitió colarme en la cocina y desvelar el secreto y sobre todo mi gran interrogante, por qué, sin trajinar de ollas ni olores tentadores, a veces nos sorprendía con unas cositas muy ricas que daba a probar. 
 
Nuestra vecina se perdía de vista los fines de semana. Yo salía con mis amigas a estudiar o al cine y me olvidaba de ellos, pero un buen día, llegando cargada del mercado, me pidió que la ayudara a limpiar las hortalizas porque estaba sola y fue cuando descubrí a la Muriuela cocinera. Como no podía ser de otra manera, allí dominaba la pulcritud, el orden, y la austeridad más conmovedora. Tenía pocas ollas, sí buenos cuchillos, envases de congelar, y una cantidad inusual de pábilo y tela de liencillo. Cuando llegué a la cita, ya en la hornilla hervían trozos de carne de res magra y piezas pollo (mollejas, hígados, rabadillas, alas y cuellos), con hojas de laurel, las barbas del hinojo y las coronas con todo y semilla de los pimentones y pieles de zanahorias. Yo me encargaría de colar ese caldo, retirar la grasa y mezclarlo con hierbas finamente picadas, cilantro, perejil, cebollino, zanahoria rallada, y verterlo en hieleras para congelar, luego durante la semana, utilizaría los cubos para el arroz y los consomés de la cena, una costumbre firme y atávica en esa casa, cenar consomé, unas veces con huevo y otras con pasta y tomar antes de acostarse una infusión de limoncillo (cultivado en cuencos que disponía en el quicio de la ventana), con galletas de azúcar y canela. El resto de las hieleras las llenaba con infusiones de yerbabuena, limón y azúcar que el señor Vergara usaba para su particular daiquirí de los sábados antes del almuerzo. No pude evitar hacer un ensayo de esta preparación en uno de los días en que escribía este libro, me fui dejando llevar por la intuición que guía las memorias brumosas y logre un infusión bastante aceptable, aunque nunca sabré si igual a la del vecino; introduje las hojas de yerbabuena en agua caliente y las dejé en remojo, cuando enfrió le añadí jugo de limón y azúcar, el único añadido fue servir el trago con mucho hielo, hojas frescas de yerbabuena y una rodajas muy finas de limón.
Mientras me entretenía con los caldos, mi vecina se ocupaba en moler la carne que ya tenía precocida, la condimentaba con pimenta, ajo molido y comino y amasaba con una fuerza insospechada en una batea de madera, añadiendo entre brazada y brazada, unos dos paqueticos de galletas de soda molidas, no más de una zanahoria rallada y a lo sumo dos cucharadas colmadas de mayonesa y una de mostaza. Quedaba entonces una bola de carne mixta, de tres kilos aproximadamente, que dividía en partes iguales: una la extendía sobre una pieza de liencillo, le añadía con mesura aceitunas, alcaparras y pimentones en juliana, la enrollaba como un brazo gitano y la ataba con un cordel de pábilo, que finalmente ponía a cocinar en baño de maría; la otra parte la convertía en mínimas albóndigas para enriquecer los asopados de arroz del almuerzo o la convertía en un gran albondigón que horneaba con una cubierta de mermelada roja; la última parte la destinaba al ragú de los tallarines del domingo.
No volví a conocer a nadie más que rindiera comida como nuestra vecina, y lo mejor es que todo le quedaba exquisito. Con las cortezas del pan de molde y algún pan sobrante, hacía un quesillo. No usaba leche condensada, hervía la leche, un litro por canilla, con una taza de azúcar, allí ponía en remojo los mendrugos y una vez ablandados añadía dos huevos, un puñado de queso de año rallado, canela y vainilla. Antes de hornear hacía un caramelo para cubrir el fondo del molde y vertía la mezcla para llevarla al horno en baño de maría. Como es de suponer, con las claras preparaba suspiros perfumados con ralladura de limón. 
 
Aquella tarde terminamos la faena con una sopa de pieles que jamás he olvidado y preparo cuando me acuerdo de no desechar las primeras hojas. La idea es lavar muy bien y picar en juliana, las primeras capas de la cebolla, cebollín, repollo, lechugas, ajo porro, troncos de brócolis y coliflores, y tallos de acelgas. Rehogar todo junto en aceite y mantequilla, añadir un caldo de aves o hueso y servir con una polveada de queso de año. Antes y ahora ha sido un lujo el queso parmesano.
Cuando me preguntan qué se come en Trujillo, de inmediato me vienen los olores que percibí aquella tarde en la pequeña cocina de la Sra. Muriuela, pero, evitando entrar en detalles que no entenderían, les digo que la busquen en el camino, el que va a Quebrada de Cuevas, o que se den una vuelta por Pampán y Pampanito; lo más probable es que cuando estén de regreso digán que es el lugar de las hallaquitas de caraotas, el carrao o chicharrón, del chorizo y la morcilla, el mojito, y los pollos asados, pero para mí es la cocina de mi hermana y mi vecina; como puede ser larense la de mi abuela y las tías viejas, o zuliana la de mi madre; no entraré por ahora el tema de las cocinas regionales para no romper la magia que significan las cocinas de la casa, la de los pequeños milagros y profundas revelaciones.