sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 5


5.- Aromas de Montaña.

En 1974 llegué a Mérida para iniciar estudios universitarios. A juzgar por el impacto del primer encuentro con la cocina, jamás hubiese pensado que sería allí donde encontraría la pasión por los fogones. Mi primera residencia fue una modesta casa ubicada en el casco central de la ciudad, habitada por seres enternecedores a excepción del jefe de la casa. Eran la anciana madre, la tía abuela y el hijo solterón. Este último un personaje frio y adusto que mantenía costumbres férreas e inalterables como la diaria lectura de su libro de cabecera Mi Lucha de Adolfo Hitler.
El choque fue brutal, recién llegada de los campos petroleros occidentales, acostumbrada a temperaturas por encima de los 35 grados, sobre el nivel del mar, de la noche a la mañana me encuentro a 1.500 metros, a 14 grados, con un equipaje de ropa de verano, dispuesta a encarar el valor de tener que someterme cada mañana a duchas heladas, apresuradas, saliendo del baño con la boca morada, temblando y punto de colapsar, de no haber sido por el generoso y oportuno gesto de la abuela llevándome, presurosa, un taza de agua panela caliente a la que agregaba un chorro de aguardiente y clavitos de olor, y que tomaba en pequeños sorbos acurrucada en una esquina de la cama, arropada, aun mojada, con la cobija de lana que luego tenía que dejar en las cuerdas para que secara, pero que en más de una ocasión me salió roto por descocido, porque la olvidaba y luego se mojaba por la pertinaz lluvia que caía puntual y silenciosa sobre la ciudad.
Ese imborrable primer día, después de vestirme debajo de la cobija y sin llegar a despojarme de ella, me dirigí a la cocina donde me esperaba el más extraño e intragable desayuno que recuerdo, mucho más raro que el de la vecina de los cambures titiaros. Antes las siete de la mañana, atravesé el largo pasillo oscurecido por la neblina que bajaba de la cordillera, iba trastabillando quizás por efecto del guarapo de la abuela, con la esperanza de encontrar un desayuno caliente que me aliviara el estómago; nada más iluso, lo que estaba frente a mí era un promontorio blanquecino y tambaleante, se trataba de un inusual revoltillo de huevos con sesos, ya frio pues estaba hecho desde las cinco de la mañana; la generosa abuela sirvió con prontitud una porción enorme y pone frente a mí, un vaso de leche pasteurizada sacada de la nevera y una arepa de harina de trigo. No podía creer que se tratara de un desayuno, acostumbrada al cafecito con leche espumosa de la mañana, los revueltos con tomate y cebolla y la arepita de maíz. No digo que no sea una buena combinación, sé que los sesos son muy apreciados en la cocina francesa, pero a esa hora de la mañana, temblando de frío y extrañando las arepas de mi mamá, no pude evitar salir disparada al baño entre arqueadas que me cortaron la respiración con solo probar el primer bocado. Fue tal el impacto que aún hoy, casi 40 años después, mi cuerpo reacciona como un gato pisado por la cola, cuando veo una arepa de harina.
Me fui a la Facultad, no sin antes ser despedida por la abuela con besos y bendiciones, caminando seis cuadras bajo la lluvia hacia la parada de autobús, cubierta por un paraguas que daba ya sus últimos estertores que me prestó el tío, apenas protegida por un sueter ligero, tejido por mí, pues había pensado comprarme algo más grueso una vez instalada en la residencia. En el trayecto no pude evitar rememorar las últimas palabras de advertencia de la abuela: ya sabe, no coma porquerías en la calle y venga a almorzar que ya el pollo está montado. Aliviada ante la idea de que comería algo conocido y pensando que lo sucedido en el desayuno fue sólo una ceremonia de iniciación, llegué a la parada sintiendo que mi respiración volvía a la normalidad. 
 
Pero me equivocaba. Cierto que había pollo guisado, con una sazón diferente a la que conocía pero me gustó a pesar del intenso sabor a céleri; había también un arroz con mucho cilantro y chayota hervida sin ningún aderezo y por supuesto todo frio. Comí lo que me habían servido sin imaginar que desde ese día hasta el momento de mí partida seis meses después, sería exactamente el mismo menú del almuerzo a la misma hora de lunes a domingo. Aun así, perseverante y optimista, me hice ilusiones con la cena pensando que el ritual llegaba sólo hasta el mediodía; de nuevo me equivoqué, al cuarto día en la residencia, a la hora de cenar, me dispuse a destapar el pequeño sartén que reposaba en la hornilla y no pude evitar una mueca de pesar al encontrarme una vez más, como los tres últimos días, con un huevo frito flotando en aceite rodeado de cuartos de arepa de harina alrededor, que la dulce abuela había preparado a las cuatro de la tarde, hora en que religiosamente apagaba los fogones. Y una vez más, lo metí en una bolsa negra y la deposité en el fondo de la papelera. Pero aún quedaban pruebas por superar. El desayuno variaba los fines de semana, podía ser cambiado por una cosa esponjosa que me cansaba masticar sin siquiera saber de qué se trataba, hasta que una vez, al pasar por una carnicería meses después de haber abandonado la residencia, supe que se trata de bofe guisado, al que en ocasiones podían sustituir por pajarilla, riñones o corazón, con la mala fortuna de no poderme deshacer del paquete porque a esa hora estaban todos en la cocina, pendientes de la expresión de mi cara y por si fuera poco, dispuestos a ofrecerme repetir, que no había problema, porque la olla está reverenda. Imagino que se estarían preguntando qué pasaba con esta niña que nada más prueba la comida y empieza con arqueadas mañaneras como cualquier embarazada. Como no podía ser de otra manera, antes de los seis meses puse los pies en polvorosa.

***

Por algunas semanas deambulé por los comedores para estudiantes, el comedor universitario y algún que otro cafetín. Me embargaba una sensación de vacío, de desarraigo, de abandono, tener que compartir mesa con desconocidos y con costumbres irritantes y asquerosas. Tenía que buscar un lugar agradable donde comer si quería seguir mis estudios, día con día, noche con noche, no hacía más que recordar los guisos de mi madre y hasta echaba en falta las impertinencias de mis hermanos menores.
Antes de terminar el primer semestre logré convencer a una compañera de clases que me rentara una habitación con derecho a manutención; la señora Terán hizo una excepción quizás al verme tan desolada y flacucha y me instalé en su casa. Llegué a la gloria, no solo por la comodidad de la habitación, sino porque al fin volví a comer en familia, encantada con las especialidades de la dueña, una cocina simplemente sencilla y fresca como he visto pocas en mi vida.
Los padres de mi compañera tenían una pequeña finca en la periferia de la ciudad, en la vía que conduce al páramo por la carretera Trasandina. Eso significaba abundantes frutas y hortalizas tan frescas que parecían sonreír. En esa casa probé por primera vez curubas, badeas, moras, fresas, chirimoyas, frutas para jugos que hábilmente la ayudante de la señora Terán combinaba con zanahorias, remolachas, naranjas, toronjas o cambur, para lograr divertidos colores y sorprendentes sabores. Es cierto que en los casi dos años que viví en la residencia, nunca me fue servido un bistec, una chuleta o una pieza de pollo entera. La carne era un escurridizo tesoro que encontrábamos, aliñado y suave, en el interior de pepinos criollos o de piquito, en hermosos tomates manzano, en barquitas de calabacines, entubadas en largas y frescas zanahorias, en rollitos de berenjenas; eran un delicia que recuerdo con la misma emoción que me embargaba tratar de adivinar cuál sería la ensalada del día, me atrevo a asegurar que fueron contadas las veces que repetí la misma combinación.
Los sábados en la mañana el corredor de la casa era penetrado por un popurrí de aromas penetrantes y sugerentes, nada más la señora Terán y su inseparable Beba entraban rodando el carrito del mercado, por cuyo bordes afloraban verdes y tersas lechugas, aterciopelados duraznos, rebosantes pimentones de colores, aromáticos cebollines y cilantros, alcachofas y champiñones como recién desprendidas de la tierra. Aquel espectáculo quedó en mi memoria como el milagro del color y el gozo de los aromas. Francamente, aquella cocina era la expresión más fiel que he conocido de la sencillez y la frescura.

***

Durante casi dos años tuve el privilegio de ser la única comensal de la residencia, hasta el día que la señora Terán me comunicó que ya no podía comprometerse a cocinar por los graves problemas de salud de su esposo. Me sentí desolada, no sólo por su situación, sino porque vislumbre el desasosiego que sobrevenía cuando tenía que comer y dormir en lugares separados. De nuevo me vi deambulando por comedores estudiantiles conteniendo el llanto por tener que compartir mesa con extraños. Dos semanas después la providencia me puso a tocar la puerta de Clorinda, una señora de ascendencia italiana, menuda y ágil a sus 70 años, con unos brillantes e inquietos ojos azules. En esta casa fui, como en la anterior, la única comensal, pero también donde comencé a perder mis 53 kilos con los que llegué a la ciudad, por el gusto que lenta y sorprendentemente comencé a sentir por la harina de trigo y sus múltiples derivados.
Di inicio a una nueva fascinación, convenciéndome una vez más de que las cocinas de casa son micro universos en los que se originan los códigos compartidos de las familias. Clorinda encendía sus hornillas a las 6 de la mañana. En varias ocasiones tuve el privilegio de ser recibida a la hora del desayuno y quedaba maravillada al constatar su disposición para complacer los gustos de cada uno de los miembros de su familia. En el budare se asaban arepas de varios tamaños y sabores; delgada y crujiente para el nieto mayor, otras también delgadas pero mezclada con avena o ajonjolí para la hija mayor; más gruesa y con más sal y queso rallado para la hija menor; amasada con manteca vegetal para uno de los hijos que desayunaba con la familia los fines de semana. En el centro de la mesa se disponía la mantequillera, el salero, el frasco del picante preparado en casa y el queso ahumando rallado, que por turnos íbamos untando a la arepa mientras llegaba la pisca andina y o bien, una variada preparación de huevos, revueltos con tomate y cebolla, fritos con el borde quemado y otros apenas hervidos, según el gusto de los comensales.
No habían terminado de lavar los platos del desayuno las chicas del servicio, y ya Clorinda comenzaba a preparar el almuerzo. Diariamente nos sentábamos a la mesa entre siete y ocho personas, quienes debíamos estar en casa a las 12 del mediodía. Era un menú de mucha elaboración, paciencia y horas de dedicación. Honrando su origen siciliano servía dos o tres veces por semana pasta casera elaborada con técnicas tradicionales: los cabates, los macarrones de hierrito y la cabatela, nombres y platos que no he escuchado ni probado en ninguno de los hogares que había conocido.
Las cantidades eran importantes en esta familia cuando se trataba de las especialidades de la casa, ya que debía alcanzar para el resto de los hijos que ya no convivían en el hogar. La masa básica era la misma para todas las preparaciones: un kilo de harina todo uso, diez huevos, un punto de sal y el agua templada “que la masa pida”. Clorinda dividía en dos partes con la mitad de los ingredientes, antes de volcar los huevos uno a uno sobre la harina, se frotaba las manos para darles calor. Amasaba haciendo presión con el carpo hasta lograr elasticidad. Una vez reposada por una hora, se le daba la forma requerida. En el caso de los cabates, o ñoqui de harina, la masa se corta en porciones pequeñas, se estira en forma tubos no muy delgados, dándole vueltas con las palmas de las manos. Se disponen los tubos en la mesa enharinada, se cortan pequeños trozos y se les hace una hendidura con el pulgar; luego se van colocando con mimo en una mesa cubierta con un mantel enharinado y otro tapándolos para que no se resequen con el aire. La cocción se hace en un gustoso y abundante caldo con hueso blanco, hojas de puerros, hojas de cebollines, cilantro, y hojas de laurel. La familia tenía por costumbre, tomar este consomé como entrada al que añadían galletas de soda y queso parmesano rallado.
En la elaboración de los macarrones de hierrito participaban los sobrinos, a quienes les divertía estirar la masa en largos tubos a los que introducían una barilla de acero para luego sacarlo y dejar un orificio en el centro. La cabatela o telas eran tallarines lisos que se obtenían estirando la harina en forma rectangular para luego cortar finas láminas.
Estas recetas forman parte del patrimonio de la memoria de la familia y está vinculada a las grandes celebraciones que los une y cohesiona. Durante muchos años compartí con Clorinda y su familia muchas de sus recetas que sin duda llegaron a influir en la cocina que desarrollé apenas estuve al frente de mis propios cacharros.

1 comentario:

  1. Ah, me queda el gusto por seguir leyendo esta crónica-memoria, afectiva y culinaria, estoy encantada, gracias por estos textos llenos de nostalgia y sazón.

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