sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 4


4.- Antireceta: del nombrar al rumor.

Los platos que preparaba mi madre no tenían nombre, todas las sopas eran “el hervido”, no importaba si lo hacía con costilla de res, gallina o paleta; la ensalada era de ruedas, lo mismo daba que añadiera juntos o por separado zanahorias, papas, remolachas, palmitos, tomates o huevos, siempre iba a ser ensalada de ruedas. Los dulces eran las conservas, ya fuesen de leche, piña, o toronja verde, todas eran conservas. El aliño era inmodificable: ajo, comino, culantro y achote formaban un cuarteto inseparable. Cuando más adelante aprendió otras formas de darle sabor a las comidas, los siguió llamando el aliño, bien si se tratara de un aderezo italiano o una vinagreta de mostaza.
La elaboración de los platos no ameritaba medidas ni de volumen ni de tiempo, aunque sí olfativas. Mi madre alternaba la cocina con la costura, de manera que antes de sentarse a la máquina, dejaba una olla de agua hirviendo y cada tanto, entre corte y trazo, le iba lanzando a la olla el hueso blanco, la costilla o las presas de pollo, en otra vuelta el cebollín y el cilantro hasta que llagaba el momento en que las siguientes paradas de la costura dependían del aroma que iba desprendiendo el cocido a medida que añadía las hortalizas y verduras. Su reloj era el olor que salía de la cocina, aunque a veces ese reloj fallaba, entonces nos presentaba ahí medio camuflado un hervido convertido en asopado o un guiso vuelto chanfaina, pero para todos seguía siendo el hervido o el pollo guisado. 
 
Como ya he mencionado, mi madre alternaba cocina y costura, mientras su cocina evolucionaba la costura la iba dejando poco a poco, y es que no podía ser de otra manera; ambas ocupaciones son fanatizadoras, no conozco ningún cocinera o costurera que no se enganche a sus labores, no es fácil dejar el patrón a medio dibujar ni olvidarse de las ollas dejándolas que hiervan su antojo. Si bien fue decepcionante dejar de vestirnos con modelitos exclusivos salidos de la imaginación activa de mi madre, ganamos en sabor y variedad en la mesa familiar. Hoy día si no tiene basmati no hace arroz y aprendió a grabar programas para tener a la mano las recetas de Karlos Arguiñano; de haberse quedado pegada a la máquina de coser no estaríamos disfrutando esa evolución. Hasta cierto punto era mucho menos complicado eso de no ponerle nombre a las preparaciones. Si lo vemos con atención aquella era una cocina con expresión intrínseca, un lenguaje lleno de plasticidad. En la actualidad la cocina se hace de nombres; hay dos grandes rasgos de la nueva cocina, el rumor y el nombrar.
Al darle nombre a las cosas las dotamos de entidad y simbología y como efecto, elaboramos un corpus imaginario. Cuando el cocinero ofrece un mousse de parchita ya debe saber que tiene que esperar a que enfríe el culie para unirlo a la crema ya que, de lo contrario, perderá no sólo la textura del mousse sino su credibilidad, sin contar que va a descorazonar al invitado. Si se ha ofrecido un souffle igual debe considerar las temperaturas antes de unir el guiso a las claras batidas, si no, corre el riesgo de terminar en una tortilla que no llega a omelet; igual riesgo correríamos con una crepe de no considerar la cantidad de harina en la debida proporción, o, si no le damos elasticidad a la masa usando leche tibia y añadiendo el huevo batido al final de la mezcla, con lo cual terminaríamos con una inesperada panqueca no tan esponjosa como hubiésemos querido. De allí que es mucho más recomendable darle nombre al resultado final, ya sabemos que la cocina tiene vida propia y cuando se nos pasa la mano o nos quedamos cortos, inmediatamente reacciona; de manera que si ponemos más fécula en la natilla, ya se convirtió en majarete, y si nos pasamos de azúcar en la mermelada pues será bautizada como jalea. Lo importante es no defraudar a nuestros comensales, como me sucedió una vez que intentaba freír taquitos de yuca luego de rebozarlos, pero la yuca se desmadejó en segundos, al final para no decepcionar a mis invitados les anuncie que en lugar de taquitos de yuca rebozados me había decantado por un inmejorable (y nunca mejor dicho) puré de tubérculos de las riberas del Turbio.
Pero estas consideraciones las pude hacer mucho después, antes tuve que seguir mi pasantía, la mirada profunda por las cocinas familiares en búsqueda del origen de sabores memorables.

***
En el año de 1969 cuando estaba por cumplir los 16 años, mis padres consideraron conveniente enviarme a vivir a Trujillo con mi hermana mayor, quien estaba recién casada, con la idea de terminar el bachillerato en los andes y facilitar el cupo en la universidad, y de paso, ayudarla con la niña que esperaba. De manera que durante los siguientes dos años, perfeccioné mi espionaje por las cocinas ajenas, que de hecho para mí se había convertido en una seria indagación etnográfica; me convencí de que comer no solo mantiene vivas las funciones fisiológicas del cuerpo, sino de que la elaboración y disfrute de la comida y la forma cómo nos relacionamos con ella, pone a la vista los meandros de nuestra de psique y las más imprudentes emociones.
La cocina del rumor comenzó cuando me instalé en casa de mi hermana. Me sorprendió el giro que había dado su cocina en tan poco tiempo. Le había dicho adiós al hervido de costilla, a la ensalada de ruedas, a las arvejas amarillas, a las caraotas negras, a la carne mechada, a los mojitos de papas, al pabellón criollo, a las merengadas de cambur, a los plátanos en miel, a los tallarines en salsa ragú que tan bien le estaban quedando a mi madre, y los fue sustituyendo por canelones rellenos, arroz chino, arroz con pollo, ensalada rusa, papas rellenas horneadas, crema de calabacines, alcachofas en vinagreta, ceviches, antipastos, pastichos de berenjena, tallarines gratinados, supremas de pollo, milanesas a la parmesana, sanduchones, minestrones, brazos gitanos rellenos de atún o de ricota con espinaca, tortas de pan y piña, merengones de caramelo y de guayaba (ay que hambre tengo); y es que el rumor que iba de cocina en cocina estaba asociado a la moda. De pronto se corría el rumor de una fulana que ofreció pasticho de berenjena en un fiesta y todas corrían a hacerlos en sus casas, de manera que entre fiesta y fiesta el menú creció en variedad y sabor; de paso, y adelantándose al Facebook y al Twitter, se extendieron como pólvora consejos, tips e ideas para sustituir ingredientes o para transformar recetas de las abuelas y adaptarlas a los nuevos tiempos.
De esa incipiente y premonitoria red social salió la moda de hacer pie de manzana sustituyendo la manzana por chayotas y compotas de manzanas para niños; eso permitió salir del paso ante la escasez de manzana y traer al paladar de las nuevas generaciones un fruto desconocidos para ellas. Lo mismo sucedió con algunos consejos que le llegaban a mi hermana sobre lo bueno que resultaba poner los plátanos verdes en vinagre antes de cocerlos, la hoja de laurel en el agua de la pasta, el crémor tártaro para batir las claras, la sal en la berenjena para sacarle el agua amarga, el pañito húmedo sobre el recipiente de la natilla para que no haga nata; y algunas propuestas visionarias como los quesos blandos aliñados, los sabores agridulces, el uso extendido de la soya y el ajonjolí, los frasquitos aceites saborizados que comenzaron con el de los ajos pelados usado para hacer arroz, hasta inventar probar con la hoja de romero, eneldo y orégano. 
 
De la cocina de mi hermana salieron suculentos platos que les iba dando carácter a medida que los practicaba, después de escuchar al vuelo las recetas que le daba las compañeras de trabajo. Al final le quedaban mejores que las originales, lo que hizo de su cocina una de las mejores que he conocido.
Los vecinos más cercanos al apartamento que rentaba mi hermana eran los Vergara García. Al principio daban la impresión de ser una familia atípica, demasiado tranquilos y escurridizos, pero el tiempo nos demostró lo equivocadas que estábamos, aunque sí tenían sus rasgos no tan comunes, un particular carácter marcado por el orden y organización extremos, al menos para nosotras, menos complicadas en eso de jerarquizar cada acto de la vida cotidiana, sin llevar la disciplina al grado que lo hacían los vecinos. Todavía hoy en día, después de más de treinta años, mi hermana conserva un grato recuerdo de la señora Muriela, a quien llegó a querer y respetar como una gran amiga solidaria y generosa.
En lo que mí respecta, la señora Muriela y su familia no me dieron mucha confianza pero sí curiosidad. En realidad por esos años apenas estaba saliendo de la adolescencia, esa etapa de la vida en la que nuestra casa es el único mundo conocido y obvio, por lo tanto lo que este fuera de él, es un extraño, un bicho raro, sin saber ni sospechar siquiera que sólo somos huéspedes de nuestro propio mundo y hasta de nuestro propio cuerpo. 
 
Los Vergara García se convirtieron en blanco de mis observaciones etnográficas. Todos los miembros de la familia eran muy delgados, yo diría que atléticos, cosa no muy común en esa época en que los gimnasios eran poco frecuentados; caminaban muy erguidos, con la cabeza en alto y muy compuestos, hasta el menor de los hijos que no llegaba los seis años salía con su camisa bien planchada por dentro del pantalón, con una combinada y ajustada correa al igual que el padre y el hermano mayor. Las dos hijas que ya pasaban de los 15 años, siendo contemporáneas conmigo no buscaban amistad, olían a limpio, siempre parecían recién bañadas, sin embargo no se depilaban ni axilas y mucho menos las piernas, pero igual daban un aspecto agradable. El padre era una de esas personas que no representan una edad definida, como si toda la vida hubiesen sido viejos, quizás por el bigote circunflejo que le daba una expresión como de asombro e interrogadora, hablaba muy poco, siempre soltando frases lacónicas, de hecho, no recuerdo el tono de su voz. A la señora Muriela sí le gustaba buscar conversación, aparentemente muy calladita pero nada más le abrías un espacio, arramblaba con todos a su paso; a mí me causaban mucha risa sus palabras rebuscadas, no sabía de dónde las sacaba, hoy día, imagino que de las novelas que se publicaban en las revistas del corazón, era raro que alguien dijera mofletes en lugar de cachetón, o me hice un cardenal cuando le salía un morado en la piel, o que le dijera sus clientas cuando le tomaba medidas, mi señora se salen por acá unos michelenes, si le parecía subida de peso. En verdad sus rarezas me tentaban tanto o más de cuando era niña.
A pesar de las miradas disuasorias que me lanzaba mi hermana no perdía ocasión de observarlos. El señor Vergara manejaba un sedán que para la fecha en que los conocí había de tener 10 años, pero lo mantenía impecable, la pintura intacta al igual que la tapicería. Cuando salían en familia, los hijos y la esposa tenían que esperar que le señalara sus puestos aunque ya sabían cuáles les correspondía, y es que los colocaba según su peso para evitar que se desnivelara la amortiguación, en las puertas traseras los de mayor peso y en el centro al más pequeño; en la parte de adelante la señora Muriela siempre iba en el medio, porque el hijo mayor pesaba más que ella. Igual control mantenía sobre el uso de los equipos electrodomésticos que debían permanecer desenchufados, y el encendido puntual de los bombillos. Pero esos signos de respetable austeridad no me causaban gran curiosidad cómo saber qué se cocinaba en esa casa en la que no se escuchaba el trajinar de los cacharros y cuyos moradores eran todos sílfides.
La señora Muriela era costurera, pero a diferencia de mi madre, era profesional, excelente sobre todo en la perfección del corte; como ya he dicho, la costura engancha, de lunes a viernes pasaba todo el día sentada en su máquina y sólo salía al apartamento de mi hermana a eso de las tres de la tarde a estirar las piernas. Mi hermana la esperaba con su café servido y una buena rebanada de pan mojicón, se hizo tan asidua que, dando los apartamentos puerta con puerta, se llegaron a mantener abiertas para que entraran y salieran a su antojo. Tal familiaridad que me permitió colarme en la cocina y desvelar el secreto y sobre todo mi gran interrogante, por qué, sin trajinar de ollas ni olores tentadores, a veces nos sorprendía con unas cositas muy ricas que daba a probar. 
 
Nuestra vecina se perdía de vista los fines de semana. Yo salía con mis amigas a estudiar o al cine y me olvidaba de ellos, pero un buen día, llegando cargada del mercado, me pidió que la ayudara a limpiar las hortalizas porque estaba sola y fue cuando descubrí a la Muriuela cocinera. Como no podía ser de otra manera, allí dominaba la pulcritud, el orden, y la austeridad más conmovedora. Tenía pocas ollas, sí buenos cuchillos, envases de congelar, y una cantidad inusual de pábilo y tela de liencillo. Cuando llegué a la cita, ya en la hornilla hervían trozos de carne de res magra y piezas pollo (mollejas, hígados, rabadillas, alas y cuellos), con hojas de laurel, las barbas del hinojo y las coronas con todo y semilla de los pimentones y pieles de zanahorias. Yo me encargaría de colar ese caldo, retirar la grasa y mezclarlo con hierbas finamente picadas, cilantro, perejil, cebollino, zanahoria rallada, y verterlo en hieleras para congelar, luego durante la semana, utilizaría los cubos para el arroz y los consomés de la cena, una costumbre firme y atávica en esa casa, cenar consomé, unas veces con huevo y otras con pasta y tomar antes de acostarse una infusión de limoncillo (cultivado en cuencos que disponía en el quicio de la ventana), con galletas de azúcar y canela. El resto de las hieleras las llenaba con infusiones de yerbabuena, limón y azúcar que el señor Vergara usaba para su particular daiquirí de los sábados antes del almuerzo. No pude evitar hacer un ensayo de esta preparación en uno de los días en que escribía este libro, me fui dejando llevar por la intuición que guía las memorias brumosas y logre un infusión bastante aceptable, aunque nunca sabré si igual a la del vecino; introduje las hojas de yerbabuena en agua caliente y las dejé en remojo, cuando enfrió le añadí jugo de limón y azúcar, el único añadido fue servir el trago con mucho hielo, hojas frescas de yerbabuena y una rodajas muy finas de limón.
Mientras me entretenía con los caldos, mi vecina se ocupaba en moler la carne que ya tenía precocida, la condimentaba con pimenta, ajo molido y comino y amasaba con una fuerza insospechada en una batea de madera, añadiendo entre brazada y brazada, unos dos paqueticos de galletas de soda molidas, no más de una zanahoria rallada y a lo sumo dos cucharadas colmadas de mayonesa y una de mostaza. Quedaba entonces una bola de carne mixta, de tres kilos aproximadamente, que dividía en partes iguales: una la extendía sobre una pieza de liencillo, le añadía con mesura aceitunas, alcaparras y pimentones en juliana, la enrollaba como un brazo gitano y la ataba con un cordel de pábilo, que finalmente ponía a cocinar en baño de maría; la otra parte la convertía en mínimas albóndigas para enriquecer los asopados de arroz del almuerzo o la convertía en un gran albondigón que horneaba con una cubierta de mermelada roja; la última parte la destinaba al ragú de los tallarines del domingo.
No volví a conocer a nadie más que rindiera comida como nuestra vecina, y lo mejor es que todo le quedaba exquisito. Con las cortezas del pan de molde y algún pan sobrante, hacía un quesillo. No usaba leche condensada, hervía la leche, un litro por canilla, con una taza de azúcar, allí ponía en remojo los mendrugos y una vez ablandados añadía dos huevos, un puñado de queso de año rallado, canela y vainilla. Antes de hornear hacía un caramelo para cubrir el fondo del molde y vertía la mezcla para llevarla al horno en baño de maría. Como es de suponer, con las claras preparaba suspiros perfumados con ralladura de limón. 
 
Aquella tarde terminamos la faena con una sopa de pieles que jamás he olvidado y preparo cuando me acuerdo de no desechar las primeras hojas. La idea es lavar muy bien y picar en juliana, las primeras capas de la cebolla, cebollín, repollo, lechugas, ajo porro, troncos de brócolis y coliflores, y tallos de acelgas. Rehogar todo junto en aceite y mantequilla, añadir un caldo de aves o hueso y servir con una polveada de queso de año. Antes y ahora ha sido un lujo el queso parmesano.
Cuando me preguntan qué se come en Trujillo, de inmediato me vienen los olores que percibí aquella tarde en la pequeña cocina de la Sra. Muriuela, pero, evitando entrar en detalles que no entenderían, les digo que la busquen en el camino, el que va a Quebrada de Cuevas, o que se den una vuelta por Pampán y Pampanito; lo más probable es que cuando estén de regreso digán que es el lugar de las hallaquitas de caraotas, el carrao o chicharrón, del chorizo y la morcilla, el mojito, y los pollos asados, pero para mí es la cocina de mi hermana y mi vecina; como puede ser larense la de mi abuela y las tías viejas, o zuliana la de mi madre; no entraré por ahora el tema de las cocinas regionales para no romper la magia que significan las cocinas de la casa, la de los pequeños milagros y profundas revelaciones.

1 comentario:

  1. La vida se construye con los detalles chicos, la suma de esos detalles es lo que recordamos al final, resplandece lo sencillo sobre lo que otros llaman lo trascendente.

    ResponderEliminar