4.- Antireceta: del nombrar al
rumor.
Los
platos que preparaba mi madre no tenían nombre, todas las sopas eran
“el hervido”, no importaba si lo hacía con costilla de res,
gallina o paleta; la ensalada era de ruedas, lo mismo daba que
añadiera juntos o por separado zanahorias, papas, remolachas,
palmitos, tomates o huevos, siempre iba a ser ensalada de ruedas. Los
dulces eran las conservas, ya fuesen de leche, piña, o toronja
verde, todas eran conservas. El aliño era inmodificable: ajo,
comino, culantro y achote formaban un cuarteto inseparable. Cuando
más adelante aprendió otras formas de darle sabor a las comidas,
los siguió llamando el aliño, bien si se tratara de un aderezo
italiano o una vinagreta de mostaza.
La
elaboración de los platos no ameritaba medidas ni de volumen ni de
tiempo, aunque sí olfativas. Mi madre alternaba la cocina con la
costura, de manera que antes de sentarse a la máquina, dejaba una
olla de agua hirviendo y cada tanto, entre corte y trazo, le iba
lanzando a la olla el hueso blanco, la costilla o las presas de
pollo, en otra vuelta el cebollín y el cilantro hasta que llagaba el
momento en que las siguientes paradas de la costura dependían del
aroma que iba desprendiendo el cocido a medida que añadía las
hortalizas y verduras. Su reloj era el olor que salía de la cocina,
aunque a veces ese reloj fallaba, entonces nos presentaba ahí medio
camuflado un hervido convertido en asopado o un guiso vuelto
chanfaina, pero para todos seguía siendo el hervido o el pollo
guisado.
Como
ya he mencionado, mi madre alternaba cocina y costura, mientras su
cocina evolucionaba la costura la iba dejando poco a poco, y es que
no podía ser de otra manera; ambas ocupaciones son fanatizadoras, no
conozco ningún cocinera o costurera que no se enganche a sus
labores, no es fácil dejar el patrón a medio dibujar ni olvidarse
de las ollas dejándolas que hiervan su antojo. Si bien fue
decepcionante dejar de vestirnos con modelitos exclusivos salidos de
la imaginación activa de mi madre, ganamos en sabor y variedad en la
mesa familiar. Hoy día si no tiene basmati no hace arroz y aprendió
a grabar programas para tener a la mano las recetas de Karlos
Arguiñano; de haberse quedado pegada a la máquina de coser no
estaríamos disfrutando esa evolución. Hasta cierto punto era mucho
menos complicado eso de no ponerle nombre a las preparaciones. Si lo
vemos con atención aquella era una cocina con expresión intrínseca,
un lenguaje lleno de plasticidad. En la actualidad la cocina se hace
de nombres; hay dos grandes rasgos de la nueva cocina, el rumor y el
nombrar.
Al
darle nombre a las cosas las dotamos de entidad y simbología y como
efecto, elaboramos un corpus imaginario. Cuando el cocinero ofrece un
mousse de parchita ya debe saber que tiene que esperar a que enfríe
el culie para unirlo a la crema ya que, de lo contrario, perderá no
sólo la textura del mousse sino su credibilidad, sin contar que va a
descorazonar al invitado. Si se ha ofrecido un souffle igual debe
considerar las temperaturas antes de unir el guiso a las claras
batidas, si no, corre el riesgo de terminar en una tortilla que no
llega a omelet; igual riesgo correríamos con una crepe de no
considerar la cantidad de harina en la debida proporción, o, si no
le damos elasticidad a la masa usando leche tibia y añadiendo el
huevo batido al final de la mezcla, con lo cual terminaríamos con
una inesperada panqueca no tan esponjosa como hubiésemos querido. De
allí que es mucho más recomendable darle nombre al resultado final,
ya sabemos que la cocina tiene vida propia y cuando se nos pasa la
mano o nos quedamos cortos, inmediatamente reacciona; de manera que
si ponemos más fécula en la natilla, ya se convirtió en majarete,
y si nos pasamos de azúcar en la mermelada pues será bautizada como
jalea. Lo importante es no defraudar a nuestros comensales, como me
sucedió una vez que intentaba freír taquitos de yuca luego de
rebozarlos, pero la yuca se desmadejó en segundos, al final para no
decepcionar a mis invitados les anuncie que en lugar de taquitos de
yuca rebozados me había decantado por un inmejorable (y nunca mejor
dicho) puré de tubérculos de las riberas del Turbio.
Pero
estas consideraciones las pude hacer mucho después, antes tuve que
seguir mi pasantía, la mirada profunda por las cocinas familiares en
búsqueda del origen de sabores memorables.
***
En
el año de 1969 cuando estaba por cumplir los 16 años, mis padres
consideraron conveniente enviarme a vivir a Trujillo con mi hermana
mayor, quien estaba recién casada, con la idea de terminar el
bachillerato en los andes y facilitar el cupo en la universidad, y de
paso, ayudarla con la niña que esperaba. De manera que durante los
siguientes dos años, perfeccioné mi espionaje por las cocinas
ajenas, que de hecho para mí se había convertido en una seria
indagación etnográfica; me convencí de que comer no solo mantiene
vivas las funciones fisiológicas del cuerpo, sino de que la
elaboración y disfrute de la comida y la forma cómo nos
relacionamos con ella, pone a la vista los meandros de nuestra de
psique y las más imprudentes emociones.
La
cocina del rumor comenzó cuando me instalé en casa de mi hermana.
Me sorprendió el giro que había dado su cocina en tan poco tiempo.
Le había dicho adiós al hervido de costilla, a la ensalada de
ruedas, a las arvejas amarillas, a las caraotas negras, a la carne
mechada, a los mojitos de papas, al pabellón criollo, a las
merengadas de cambur, a los plátanos en miel, a los tallarines en
salsa ragú que tan bien le estaban quedando a mi madre, y los fue
sustituyendo por canelones rellenos, arroz chino, arroz con pollo,
ensalada rusa, papas rellenas horneadas, crema de calabacines,
alcachofas en vinagreta, ceviches, antipastos, pastichos de
berenjena, tallarines gratinados, supremas de pollo, milanesas a la
parmesana, sanduchones, minestrones, brazos gitanos rellenos de atún
o de ricota con espinaca, tortas de pan y piña, merengones de
caramelo y de guayaba (ay que hambre tengo); y es que el rumor que
iba de cocina en cocina estaba asociado a la moda. De pronto se
corría el rumor de una fulana que ofreció pasticho de berenjena en
un fiesta y todas corrían a hacerlos en sus casas, de manera que
entre fiesta y fiesta el menú creció en variedad y sabor; de paso,
y adelantándose al Facebook y al Twitter, se extendieron como
pólvora consejos, tips e ideas para sustituir ingredientes o para
transformar recetas de las abuelas y adaptarlas a los nuevos
tiempos.
De
esa incipiente y premonitoria red social salió la moda de hacer pie
de manzana sustituyendo la manzana por chayotas y compotas de
manzanas para niños; eso permitió salir del paso ante la escasez de
manzana y traer al paladar de las nuevas generaciones un fruto
desconocidos para ellas. Lo mismo sucedió con algunos consejos que
le llegaban a mi hermana sobre lo bueno que resultaba poner los
plátanos verdes en vinagre antes de cocerlos, la hoja de laurel en
el agua de la pasta, el crémor tártaro para batir las claras, la
sal en la berenjena para sacarle el agua amarga, el pañito húmedo
sobre el recipiente de la natilla para que no haga nata; y algunas
propuestas visionarias como los quesos blandos aliñados, los sabores
agridulces, el uso extendido de la soya y el ajonjolí, los
frasquitos aceites saborizados que comenzaron con el de los ajos
pelados usado para hacer arroz, hasta inventar probar con la hoja de
romero, eneldo y orégano.
De
la cocina de mi hermana salieron suculentos platos que les iba dando
carácter a medida que los practicaba, después de escuchar al vuelo
las recetas que le daba las compañeras de trabajo. Al final le
quedaban mejores que las originales, lo que hizo de su cocina una de
las mejores que he conocido.
Los
vecinos más cercanos al apartamento que rentaba mi hermana eran los
Vergara García. Al principio daban la impresión de ser una familia
atípica, demasiado tranquilos y escurridizos, pero el tiempo nos
demostró lo equivocadas que estábamos, aunque sí tenían sus
rasgos no tan comunes, un particular carácter marcado por el orden y
organización extremos, al menos para nosotras, menos complicadas en
eso de jerarquizar cada acto de la vida cotidiana, sin llevar la
disciplina al grado que lo hacían los vecinos. Todavía hoy en día,
después de más de treinta años, mi hermana conserva un grato
recuerdo de la señora Muriela, a quien llegó a querer y respetar
como una gran amiga solidaria y generosa.
En
lo que mí respecta, la señora Muriela y su familia no me dieron
mucha confianza pero sí curiosidad. En realidad por esos años
apenas estaba saliendo de la adolescencia, esa etapa de la vida en la
que nuestra casa es el único mundo conocido y obvio, por lo tanto lo
que este fuera de él, es un extraño, un bicho raro, sin saber ni
sospechar siquiera que sólo somos huéspedes de nuestro propio mundo
y hasta de nuestro propio cuerpo.
Los
Vergara García se convirtieron en blanco de mis observaciones
etnográficas. Todos los miembros de la familia eran muy delgados, yo
diría que atléticos, cosa no muy común en esa época en que los
gimnasios eran poco frecuentados; caminaban muy erguidos, con la
cabeza en alto y muy compuestos, hasta el menor de los hijos que no
llegaba los seis años salía con su camisa bien planchada por dentro
del pantalón, con una combinada y ajustada correa al igual que el
padre y el hermano mayor. Las dos hijas que ya pasaban de los 15
años, siendo contemporáneas conmigo no buscaban amistad, olían a
limpio, siempre parecían recién bañadas, sin embargo no se
depilaban ni axilas y mucho menos las piernas, pero igual daban un
aspecto agradable. El padre era una de esas personas que no
representan una edad definida, como si toda la vida hubiesen sido
viejos, quizás por el bigote circunflejo que le daba una expresión
como de asombro e interrogadora, hablaba muy poco, siempre soltando
frases lacónicas, de hecho, no recuerdo el tono de su voz. A la
señora Muriela sí le gustaba buscar conversación, aparentemente
muy calladita pero nada más le abrías un espacio, arramblaba con
todos a su paso; a mí me causaban mucha risa sus palabras
rebuscadas, no sabía de dónde las sacaba, hoy día, imagino que de
las novelas que se publicaban en las revistas del corazón, era raro
que alguien dijera mofletes en lugar de cachetón, o me
hice un cardenal
cuando le salía un morado en la piel, o que le dijera sus clientas
cuando le tomaba medidas, mi
señora se salen por acá unos michelenes, si
le parecía subida de peso. En verdad sus rarezas me tentaban tanto o
más de cuando era niña.
A
pesar de las miradas disuasorias que me lanzaba mi hermana no perdía
ocasión de observarlos. El señor Vergara manejaba un sedán que
para la fecha en que los conocí había de tener 10 años, pero lo
mantenía impecable, la pintura intacta al igual que la tapicería.
Cuando salían en familia, los hijos y la esposa tenían que esperar
que le señalara sus puestos aunque ya sabían cuáles les
correspondía, y es que los colocaba según su peso para evitar que
se desnivelara la amortiguación, en las puertas traseras los de
mayor peso y en el centro al más pequeño; en la parte de adelante
la señora Muriela siempre iba en el medio, porque el hijo mayor
pesaba más que ella. Igual control mantenía sobre el uso de los
equipos electrodomésticos que debían permanecer desenchufados, y el
encendido puntual de los bombillos. Pero esos signos de respetable
austeridad no me causaban gran curiosidad cómo saber qué se
cocinaba en esa casa en la que no se escuchaba el trajinar de los
cacharros y cuyos moradores eran todos sílfides.
La
señora Muriela era costurera, pero a diferencia de mi madre, era
profesional, excelente sobre todo en la perfección del corte; como
ya he dicho, la costura engancha, de lunes a viernes pasaba todo el
día sentada en su máquina y sólo salía al apartamento de mi
hermana a eso de las tres de la tarde a estirar las piernas. Mi
hermana la esperaba con su café servido y una buena rebanada de pan
mojicón, se hizo tan asidua que, dando los apartamentos puerta con
puerta, se llegaron a mantener abiertas para que entraran y salieran
a su antojo. Tal familiaridad que me permitió colarme en la cocina y
desvelar el secreto y sobre todo mi gran interrogante, por qué, sin
trajinar de ollas ni olores tentadores, a veces nos sorprendía con
unas cositas muy ricas que daba a probar.
Nuestra
vecina se perdía de vista los fines de semana. Yo salía con mis
amigas a estudiar o al cine y me olvidaba de ellos, pero un buen día,
llegando cargada del mercado, me pidió que la ayudara a limpiar las
hortalizas porque estaba sola y fue cuando descubrí a la Muriuela
cocinera. Como no podía ser de otra manera, allí dominaba la
pulcritud, el orden, y la austeridad más conmovedora. Tenía pocas
ollas, sí buenos cuchillos, envases de congelar, y una cantidad
inusual de pábilo y tela de liencillo. Cuando llegué a la cita, ya
en la hornilla hervían trozos de carne de res magra y piezas pollo
(mollejas, hígados, rabadillas, alas y cuellos), con hojas de
laurel, las barbas del hinojo y las coronas con todo y semilla de los
pimentones y pieles de zanahorias. Yo me encargaría de colar ese
caldo, retirar la grasa y mezclarlo con hierbas finamente picadas,
cilantro, perejil, cebollino, zanahoria rallada, y verterlo en
hieleras para congelar, luego durante la semana, utilizaría los
cubos para el arroz y los consomés de la cena, una costumbre firme y
atávica en esa casa, cenar consomé, unas veces con huevo y otras
con pasta y tomar antes de acostarse una infusión de limoncillo
(cultivado en cuencos que disponía en el quicio de la ventana), con
galletas de azúcar y canela. El resto de las hieleras las llenaba
con infusiones de yerbabuena, limón y azúcar que el señor Vergara
usaba para su particular daiquirí de los sábados antes del
almuerzo. No pude evitar hacer un ensayo de esta preparación en uno
de los días en que escribía este libro, me fui dejando llevar por
la intuición que guía las memorias brumosas y logre un infusión
bastante aceptable, aunque nunca sabré si igual a la del vecino;
introduje las hojas de yerbabuena en agua caliente y las dejé en
remojo, cuando enfrió le añadí jugo de limón y azúcar, el único
añadido fue servir el trago con mucho hielo, hojas frescas de
yerbabuena y una rodajas muy finas de limón.
Mientras
me entretenía con los caldos, mi vecina se ocupaba en moler la carne
que ya tenía precocida, la condimentaba con pimenta, ajo molido y
comino y amasaba con una fuerza insospechada en una batea de madera,
añadiendo entre brazada y brazada, unos dos paqueticos de galletas
de soda molidas, no más de una zanahoria rallada y a lo sumo dos
cucharadas colmadas de mayonesa y una de mostaza. Quedaba entonces
una bola de carne mixta, de tres kilos aproximadamente, que dividía
en partes iguales: una la extendía sobre una pieza de liencillo, le
añadía con mesura aceitunas, alcaparras y pimentones en juliana, la
enrollaba como un brazo gitano y la ataba con un cordel de pábilo,
que finalmente ponía a cocinar en baño de maría; la otra parte la
convertía en mínimas albóndigas para enriquecer los asopados de
arroz del almuerzo o la convertía en un gran albondigón que
horneaba con una cubierta de mermelada roja; la última parte la
destinaba al ragú de los tallarines del domingo.
No
volví a conocer a nadie más que rindiera comida como nuestra
vecina, y lo mejor es que todo le quedaba exquisito. Con las cortezas
del pan de molde y algún pan sobrante, hacía un quesillo. No usaba
leche condensada, hervía la leche, un litro por canilla, con una
taza de azúcar, allí ponía en remojo los mendrugos y una vez
ablandados añadía dos huevos, un puñado de queso de año rallado,
canela y vainilla. Antes de hornear hacía un caramelo para cubrir el
fondo del molde y vertía la mezcla para llevarla al horno en baño
de maría. Como es de suponer, con las claras preparaba suspiros
perfumados con ralladura de limón.
Aquella
tarde terminamos la faena con una sopa de pieles que jamás he
olvidado y preparo cuando me acuerdo de no desechar las primeras
hojas. La idea es lavar muy bien y picar en juliana, las primeras
capas de la cebolla, cebollín, repollo, lechugas, ajo porro, troncos
de brócolis y coliflores, y tallos de acelgas. Rehogar todo junto en
aceite y mantequilla, añadir un caldo de aves o hueso y servir con
una polveada de queso de año. Antes y ahora ha sido un lujo el queso
parmesano.
Cuando
me preguntan qué se come en Trujillo, de inmediato me vienen los
olores que percibí aquella tarde en la pequeña cocina de la Sra.
Muriuela, pero, evitando entrar en detalles que no entenderían, les
digo que la busquen en el camino, el que va a Quebrada de Cuevas, o
que se den una vuelta por Pampán y Pampanito; lo más probable es
que cuando estén de regreso digán que es el lugar de las
hallaquitas de caraotas, el carrao o chicharrón, del chorizo y la
morcilla, el mojito, y los pollos asados, pero para mí es la cocina
de mi hermana y mi vecina; como puede ser larense la de mi abuela y
las tías viejas, o zuliana la de mi madre; no entraré por ahora el
tema de las cocinas regionales para no romper la magia que significan
las cocinas de la casa, la de los pequeños milagros y profundas
revelaciones.
La vida se construye con los detalles chicos, la suma de esos detalles es lo que recordamos al final, resplandece lo sencillo sobre lo que otros llaman lo trascendente.
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