jueves, 6 de marzo de 2014

Exilio emocional y otros relatos 2


2.- Evangelina Tapia


Como todos los 10 de cada mes llegó presurosa a la taquilla de la oficina de pagos a retirar su salario de Maestra Graduada de la Escuela Primaria Nuevo Siglo. Nunca mejor dicho, no hacía ni 30 años que se estrenaba el siglo XX, cuando en medio la de precariedad más absoluta, obtuvo un título de Normalista que sólo su voluntad de hierro y su carácter independiente, fueron capaces de lograr. Niña-mujer, soltera, recién salida de la ruralidad con toda la carga simbólica de quien arrastra vidas anteriores, se impuso como sacrificio de vida y compromiso moral, el ingente esfuerzo de sacar adelante una cuadro familiar compuesto mayoritariamente de mujeres y recompuesto después por mudanzas demenciales y metamorfosis forzadas que cambiaban razón por fe, esa que la llevó a abrazar ideologías y religiones salvadoras por antiecuménicas; y como si fuera poco, venir de perderlo todo: cañaverales y trapiches, cafetales, derechos de aguas y acequias, la casa grande con fuente en el patio adornada de querubines, y algo mucho más turbador e inquietante que hizo tanto a ella como a sus hermanas, más vulnerables al mundo que estaban por conocer: la pérdida de la paternidad idealizada y convertida en una presencia anulada, en convidado de piedra ocupante del rincón más retirado de la casa familiar, una vez extinguido su prestigio y autoridad en las aguas turbulentas y profundas del juego y el alcohol.

Resultado de esa presencia ignorada e incómoda, cada una de esas mujeres tejió su propia defensa, imbuidas en un mundo paralelo que las trasladaba a la iconografía social de la doblez, el disimulo, luz en la calle oscuridad en la casa, el recordatorio punzante de que sólo el odio puede mantener viva las ganas de seguir adelante. El odio purificador, que tiene la virtud de ser intermitente; sí, las mujeres odian a ratos y aman siempre… o más que eso, los odios permanentes no son hacia las personas, sino a las cosas, bichos o acciones, odio a las cucarachas, odio a las frituras, odio a la lluvia que provoca friz, al pelo grasoso, a la pichirres masculina…y si aman, lo hacen para siempre o al menos sin intermitencias, como se ama a la música, a la naturaleza, las mañanas, a los perros y hasta a la pareja.

Para Evengelina como para la mayoría de las señoritas de su época, eran tiempos de incertidumbre hacia adentro y posibilidades de realización hacia afuera. Por eso quiso ser maestra, aunque su verdadera vocación estaba en la psicología y en la orientación vocacional. Quién sabe si en el fondo se buscaba a si misma en la observación del otro. No en balde llevaba un riguroso registro de sus casos de consulta gratuita que impartía como colaboradora de la Escuela de Psicología. Ponía su empeño en entrelazar y establecer relaciones y correspondencias, cuestión nada difícil por tener la materia prima al alcance de la mano, en su pequeña y pueblerina escuela, llena de niños desatendidos y jóvenes manipulados, y en su iglesia, donde no faltaban adultos inseguros e inestables y ancianos atemorizados del poder de Dios.

Sentada en el borde de la diminuta cama, en la soledad de la pensión que rentaba, extendió los 400 pesos sobre el delgado colchón y procedió a separar los billetes desde la más baja denominación hacia arriba. 150 para la pensión y las tres comidas, (cada vez más aburridas, desbridas y con ese penetrante sabor a leche hervida), 50 para los gastos de lavandería y aseo personal, 50 para la mensualidad de la dueña de la quincalla donde sacaba a plazos los cortes de gabardina para los uniformes escolares de sus hermanas, el tafetán para los forros de los vestidos, el tul para los armadores, las medias, franelillas y toallines por docenas para las que estaban ya cercanas al desarrollo, las polveras olorosas jazmines y cremas humectantes para las más creciditas; 50 para los pasajes semanales a la capital, 10 para la suscripción de Selecciones Reader Digets, 40 para diezmos de la iglesia y 50 para ayudar al mercado de víveres, el famoso seco, de la casa familiar.

Separados los paqueticos, los marcaba con un clip y una nota identificando el uso de cada uno. Esa tarea era para ella un momento de inmensa satisfacción, se sentía crecida, importante, salvadora. Con sumo cuidado y concentración, los ordenaba en la primera gaveta de la mesa de noche, que cerraba con llave, dándose por satisfecha de la labor cumplida.

Para Evangelina Tapia la vida cotidiana era una misión, cada noche daba un cierre a su día como quien llena un cuaderno de cuentas, de ingresos y egresos, de objetivos y logros, de avances y propuestas. Esa noche no sería una excepción. Fue hacia el fondo de la pequeña habitación y agarró el maletín de clases que estaba sobre la desvencijada mecedora de mimbre, y extrajo un fajo de pruebas de gramática que había aplicado a sus alumnos en la mañana. Leyó las respuestas con atención, mientras colocaba acentos, sustituía preposiciones, eliminaba conjunciones. Leídas las respuestas redactaba con solemnidad un comentario escrito con una esmerada caligrafía “debe cuidar signos de puntuación, concordancias entre género y número, así como los márgenes y sangrías…”, y como anexos, dividía en columnas la última página de la hoja tamaño oficio y que cada uno de sus alumnos que dejaba en blanco obligante tarea, para separar sílabas, diptongos, triptongos, esdrújulas, graves y llanas, a modo de memorias gramaticales que cada quien iría registrando sin demora porque sabían que en cualquier momento les haría la prueba sorpresa. Luego procedía a preparar la programación de actividades del día siguiente, hilvanando objetivos, actividades, procedimientos, estrategias y herramientas, convencida de que cumplía con una labor noble e imperecedera.


Pero aun cuando la tarea resultara extenuante, no podía evitar el advenimiento de la oquedad; al final quedaba con la mirad fija en el techo de la minúscula habitación…y sin proponérselo, se veía a si misma en esa imagen suya recostada en el espaldar de la cama, con las piernas doblada y abrazadas a la altura del pecho. Esa mirada posada sobre si misma no podía causarle mayor desazón y desesperanza, era la constatación del vacío inmemorial, la inmensidad profunda y persistente, amenazante y amenazada por una suerte de ángeles perversos que restituían las huellas y señales que ella trataba inútilmente de borrarlas para siempre. Rastros y memorias de aromas de boscaje que asomaban tercamente en la superficie de su alma, llenando palimpsestos que se reescribían si venir a cuento. Volvía aquel nombre de hombre tantas veces borrado y confinado al anonimato….asomaban borrosas marcas indefinidas pero punzantes…y, la misma pregunta que convertida en confesión evitaba toda respuesta esperanzadora…cómo llegué hasta aquí!!!. Esta vez el eco de su infancia libre entre pastizales y meandros no llegó a su auxilio, esta vez solo vio la nada, tan inmensa como brillante.

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