2.- Evangelina
Tapia
Como
todos los 10 de cada mes llegó presurosa a la taquilla de la oficina
de pagos a retirar su salario de Maestra Graduada de la Escuela
Primaria Nuevo Siglo. Nunca mejor dicho, no hacía ni 30 años que se
estrenaba el siglo XX, cuando en medio la de precariedad más
absoluta, obtuvo un título de Normalista que sólo su voluntad de
hierro y su carácter independiente, fueron capaces de lograr.
Niña-mujer, soltera, recién salida de la ruralidad con toda la
carga simbólica de quien arrastra vidas anteriores, se impuso como
sacrificio de vida y compromiso moral, el ingente esfuerzo de sacar
adelante una cuadro familiar compuesto mayoritariamente de mujeres y
recompuesto después por mudanzas demenciales y metamorfosis forzadas
que cambiaban razón por fe, esa que la llevó a abrazar ideologías
y religiones salvadoras por antiecuménicas; y como si fuera
poco, venir de perderlo todo: cañaverales y trapiches, cafetales,
derechos de aguas y acequias, la casa grande con fuente en el patio
adornada de querubines, y algo mucho más turbador e inquietante que
hizo tanto a ella como a sus hermanas, más vulnerables al mundo que
estaban por conocer: la pérdida de la paternidad idealizada y
convertida en una presencia anulada, en convidado de piedra ocupante
del rincón más retirado de la casa familiar, una vez extinguido su
prestigio y autoridad en las aguas turbulentas y profundas del juego
y el alcohol.
Resultado
de esa presencia ignorada e incómoda, cada una de esas mujeres tejió
su propia defensa, imbuidas en un mundo paralelo que las trasladaba a
la iconografía social de la doblez, el disimulo, luz en la calle
oscuridad en la casa, el recordatorio punzante de que sólo el odio
puede mantener viva las ganas de seguir adelante. El odio
purificador, que tiene la virtud de ser intermitente; sí, las
mujeres odian a ratos y aman siempre… o más que eso, los odios
permanentes no son hacia las personas, sino a las cosas, bichos o
acciones, odio a las cucarachas, odio a las frituras, odio a la
lluvia que provoca friz, al pelo grasoso, a la pichirres masculina…y
si aman, lo hacen para siempre o al menos sin intermitencias, como se
ama a la música, a la naturaleza, las mañanas, a los perros y hasta
a la pareja.
Para
Evengelina como para la mayoría de las señoritas de su época, eran
tiempos de incertidumbre hacia adentro y posibilidades de realización
hacia afuera. Por eso quiso ser maestra, aunque su verdadera vocación
estaba en la psicología y en la orientación vocacional. Quién sabe
si en el fondo se buscaba a si misma en la observación del otro. No
en balde llevaba un riguroso registro de sus casos de consulta
gratuita que impartía como colaboradora de la Escuela de Psicología.
Ponía su empeño en entrelazar y establecer relaciones y
correspondencias, cuestión nada difícil por tener la materia prima
al alcance de la mano, en su pequeña y pueblerina escuela, llena de
niños desatendidos y jóvenes manipulados, y en su iglesia, donde
no faltaban adultos inseguros e inestables y ancianos atemorizados
del poder de Dios.
Sentada
en el borde de la diminuta cama, en la soledad de la pensión que
rentaba, extendió los 400 pesos sobre el delgado colchón y procedió
a separar los billetes desde la más baja denominación hacia
arriba. 150 para la pensión y las tres comidas, (cada vez más
aburridas, desbridas y con ese penetrante sabor a leche hervida), 50
para los gastos de lavandería y aseo personal, 50 para la
mensualidad de la dueña de la quincalla donde sacaba a plazos los
cortes de gabardina para los uniformes escolares de sus hermanas, el
tafetán para los forros de los vestidos, el tul para los armadores,
las medias, franelillas y toallines por docenas para las que estaban
ya cercanas al desarrollo, las polveras olorosas jazmines y cremas
humectantes para las más creciditas; 50 para los pasajes semanales a
la capital, 10 para la suscripción de Selecciones Reader Digets, 40
para diezmos de la iglesia y 50 para ayudar al mercado de víveres,
el famoso seco, de la casa familiar.
Separados
los paqueticos, los marcaba con un clip y una nota identificando el
uso de cada uno. Esa tarea era para ella un momento de inmensa
satisfacción, se sentía crecida, importante, salvadora. Con sumo
cuidado y concentración, los ordenaba en la primera gaveta de la
mesa de noche, que cerraba con llave, dándose por satisfecha de la
labor cumplida.
Para
Evangelina Tapia la vida cotidiana era una misión, cada noche daba
un cierre a su día como quien llena un cuaderno de cuentas, de
ingresos y egresos, de objetivos y logros, de avances y propuestas.
Esa noche no sería una excepción. Fue hacia el fondo de la pequeña
habitación y agarró el maletín de clases que estaba sobre la
desvencijada mecedora de mimbre, y extrajo un fajo de pruebas de
gramática que había aplicado a sus alumnos en la mañana. Leyó las
respuestas con atención, mientras colocaba acentos, sustituía
preposiciones, eliminaba conjunciones. Leídas las respuestas
redactaba con solemnidad un comentario escrito con una esmerada
caligrafía “debe cuidar signos de puntuación, concordancias entre
género y número, así como los márgenes y sangrías…”, y como
anexos, dividía en columnas la última página de la hoja tamaño
oficio y que cada uno de sus alumnos que dejaba en blanco obligante
tarea, para separar sílabas, diptongos, triptongos, esdrújulas,
graves y llanas, a modo de memorias gramaticales que cada quien iría
registrando sin demora porque sabían que en cualquier momento les
haría la prueba sorpresa. Luego procedía a preparar la programación
de actividades del día siguiente, hilvanando objetivos, actividades,
procedimientos, estrategias y herramientas, convencida de que cumplía
con una labor noble e imperecedera.
Pero
aun cuando la tarea resultara extenuante, no podía evitar el
advenimiento de la oquedad; al final quedaba con la mirad fija en el
techo de la minúscula habitación…y sin proponérselo, se veía a
si misma en esa imagen suya recostada en el espaldar de la cama, con
las piernas doblada y abrazadas a la altura del pecho. Esa mirada
posada sobre si misma no podía causarle mayor desazón y
desesperanza, era la constatación del vacío inmemorial, la
inmensidad profunda y persistente, amenazante y amenazada por una
suerte de ángeles perversos que restituían las huellas y señales
que ella trataba inútilmente de borrarlas para siempre. Rastros y
memorias de aromas de boscaje que asomaban tercamente en la
superficie de su alma, llenando palimpsestos que se reescribían si
venir a cuento. Volvía aquel nombre de hombre tantas veces borrado
y confinado al anonimato….asomaban borrosas marcas indefinidas pero
punzantes…y, la misma pregunta que convertida en confesión
evitaba toda respuesta esperanzadora…cómo llegué hasta aquí!!!.
Esta vez el eco de su infancia libre entre pastizales y meandros no
llegó a su auxilio, esta vez solo vio la nada, tan inmensa como
brillante.
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