2.- Cuando mi madre descubrió el
fuego.
Mi
madre, como no podía ser de otra manera, conoció la piedra antes
del fuego y ya verán por qué. De niña, ya la cocina era para mí
una extraña atracción sencillamente porque me prohibían entrar en
ella. Cerraban la puerta si no estaban cocinando. Cuando le pregunto
a mi madre por qué la puerta de la cocina siempre estaba cerrada, me
da una respuesta que aunque cierta, no era el única. Me decía que
la cerraba para evitar el desastre que acostumbraba hacerle mezclando
granos y condimentos, el azúcar con la sal, la leche con la avena o
el fororo, el comino con la canela; y que le hacía desastres por
malcriada y tremenda, pero estoy segura de que era más bien por el
aburrimiento que acompañó mi infancia carente de entretenimiento
lúdico pero sobre todo, porque ya me ganaba la curiosidad por las
mezclas de olores y sabores.
Tendría
tres o cuatro años, pero tengo en mi memoria aromas intensos,
penetrantes y hasta los dolores de estómago que me daban cuando se
me ocurría probar algunos de mis inventos culinarios. En todo caso,
si la cocina permanecía cerrada mientras no se estuviera cocinando
era porque representaba un altísimo peligro para los niños. Y como
no iba a ser de otra manera, todo allí era un riesgo enorme. Para
empezar las piedras de moler. Mi madre pasaba todo por una piedra
gigante, muy lisa y ondulada, mal puesta sobre un tronco tambaleante
a medio enterrar en un rincón de la cocina. En ella amasaba el maíz
pilado y cocido para las arepas (al menos lo compraba ya pilado, mi
abuela tenía que hacerlo en pilón), hasta que apareció la
maravilla del molino de manigueta y que aun cuando resultó un
extraordinario avance, para mi edad resultaba un trabajo forzado, con
ocho años y 20 kilos de peso, que debía realizar todas las mañanas
nada más levantarme, era un riesgo mayor que el de las piedras
porque el molinillo estaba atornillado a un endeble tronco que se
movía de un lado a otro en cada brazada. En fin, decía que mi madre
molía o trituraba todo lo que cocinaba con piedras de todos los
tamaños. Las más pequeñas para el comino, el culantro, la sal en
grano, los ajos; la carne la machacaba en las piedras medianas antes
de mecharla, dándole golpes severos que se reflejaban en su rostro
tenso, la boca apretada, el entrecejo arrugado y el pelo cayéndole
por los lados como quien conjura un maleficio en cada golpe.
La
cocina de aquella lejana primera infancia era un campo de batallas
encarnizadas con los alimentos que se libraba tres veces al día.
Ahora que lo pienso, en esas circunstancias no podía existir placer
al cocinar y mucho menos imaginación. Lo mismo a la hora de comer,
no recuerdo elogios ni comentarios positivos de familiares y amigos
sobre lo sabrosas que pudieran estar esos alimentos lapidados. Por
eso me aburría, no había sorpresa, ni emoción, ni antojos, ni
especialidades de la casa, ni comidas de aniversarios, el objetivo
era comer para no morir de hambre; entonces comenzó la época de la
asedia, esa misma que nunca abandonó a Emil Cioran, cuyo recuerdo
más divertido era la visita que hacíamos mi hermana y yo a una
adorable anciana que nos esperaba para regalarnos buñuelos de yuca o
harina bañadas en miel y conservas de leche; nos íbamos agarradas
de la mano, pegadas a las fachadas de las casas para protegernos de
los carros que pasaban muy cerca de las aceras angostas, tocábamos
tímidamente el postigo de la diminuta ventana que doña Isabelita
abría de inmediato, dejando salir el eco de arias interpretadas por
María Callas que su aún más anciano esposo escuchaba a todo
volumen desde muy temprano. Nos conminaba a estirar el brazo por la
ventanita para darnos los dulces, no sé si por mañas de viejo o
porque lo hacía a escondidas de don Pablo, cuestión que me parece
muy probable por la fama de tacaño que se había ganado el patrón.
Una vez mi hermana salió disparada con su buñuelo de harina en el
bolsillo de la falda, con la intención de botarlo en la casa, sin
importarle que le cayera la miel por los lados. En ese momento no
llegó a decirme la razón de su huida pero supuse que fue por el
asco que le causó el comentario de doña Isabelita sobre la forma de
estirar la masa pasándola repetidas veces por su rodilla. En ese
momento no podía ni imaginar que años después me enteraría que
ese fue el origen del rodillo, legado de la cocina tradicional
mexicana para estirar la masa.
Pero
por sorprendente que parezca mi madre cocinaba sabroso. Tenía buena
sazón y la sigue teniendo. Desde muy temprano comencé a diferenciar
las especies y condimentos cuyos aromas me llegan hasta el presente
intactos, como los huevos revueltos con cebollino, el mote de auyama
con cilantro, los plátanos verdes machacados, obviamente, y rociados
de orégano fresco, mantequilla criolla y queso rallado, el mojito de
papa, huevos, ají verde y cebollitas moradas, las caraotas negras
con sofrito de ajo y comino machacado, el hervido de costilla de res
con ñame, ocumo, apio, auyama, jojoto y yuca; y el mondongo de
cabezas de chivo y cerdo. La zanahoria, el repollo, las vainitas, no
entraron en la olleta hasta que nos fuimos a vivir en la zona
petrolera y comenzó a utilizar el recao
de olla que
ya venía seleccionado y empaquetado del comisariato, la proveeduría
de los trabajadores petroleros.
La
preparación de esos platos era un misterio para mí, por mucho que
tratara de indagar, mamá permanecía imperturbable cuando me atrevía
preguntar, solía sacarnos de la cocina, y aunque ponía toda su
concentración en la labor, jamás probaba lo que preparaba, parecía
tener los sabores en su cabeza, no le gustaba hablar mientras
cocinaba, y así era en la costura (ay cómo me hubiera gustado que
me enseñara, ahora mi vida sería diferente), metida en su tarea no
había posibilidad de interrupción, eso le cambiaba el humor y había
que mantener distancia. La manera de preparar esos platos la fui
reconstruyendo con los años, sobre todo basándome en la memoria de
los aromas; una veces me venían en ráfagas, otras como olas
tranquilas haciendo guiños para ir tras ellas y luego regresar
juguetonas dejando vacíos momentáneos en la memoria, un ir y venir
de susurros directos al olfato, para luego convertirse en imágenes
sonoras, sumisas y resignadas como los arboles bajo la lluvia o el
cauce del rio. La mayoría de las veces esas imágenes me
transportaban al corral de la abuela quizás porque era en su casa
donde me permitían participar en la cocina, y la veo ordeñando
cabras en medio de sus lastimosos balidos, escucho el toc toc del
pilón, percibo el aroma que desprendían los porrones de las
hierbas, el choque de las piedras cuando atizaba el fogón, el
persistente olor a humo que salía por el ventanuco de la cocina,
para el ahumando de los chivos ya sin piel y vaciados de sus
vísceras que colgaban al otro lado del fogón; el aroma penetrante
del papelón para la colada del café, el tintineo del aguamanil, el
milagro del cuajo convirtiendo esa leche blanquísima y espesa en
quesos suaves y perfumados. Pero también recuerdos dolorosos cuando
insistía en acompañarla a buscar las cabras y en el camino se me
ocurría recolectar, a pesar de los pinchazos, buches y brevas,
frutos que sobresalían de los cardonales, y que con destreza
impresionante les retiraba espinas y piel para hacerlos en vinagreta
y en almíbar.
Siempre
me he preguntado por qué siendo tan pequeña cuando visitaba a la
abuela, tengo tan claros esos recuerdos. Los sabores que conocí en
mi infancia eran el salado y ácido, el dulce no estaba en la comida
diaria, es decir, no tenían en casa la costumbre del postre, más
bien en días señalados como el majarete y el dulce de leche para el
jueves santo. Mi madre acostumbraba también darnos como cena unas
dos o tres veces al mes arroz con leche con sabor a anís y papelón,
y mi padre comparaba una que otra noche, conservas de tapatapa
(toronja verde), que nos repartía antes de irnos a la cama.
Pero
volvamos a aquel cuarto de cocina que recuerdo muy oscuro y
escondido. La cocina era de kerosene, muy baja y liviana, y de paso
con un goteo de la pequeña bombona que caía en un recipiente de
plástico que mi madre vaciaba seis veces al día, hasta el fatídico
día en que mi padre me pidió que le colara un café, no tendría ni
8 años, me dispuse a encender la hornilla con un fosforo que solté
de mi mano rápidamente porque me quemaba, consecuencia, un incendio
de medianas proporciones que ameritó llamar a los bomberos con la
lamentable situación de que, cuando llegaron, ya no había incendio
pues los vecinos se encargaron de apagarlo lanzando tobos de tierra y
cubos de agua dejándola totalmente destruida.
Por
fortuna tuvimos un final feliz, la vieja y famélica cocina fue
reemplazada por una flamante cocina a gas, brillante, firme, grande,
de 6 hornillas, horno y plancha. Mi madre estuvo varios días sin
cerrar la boca y sin cocinar, sí, sin cocinar porque le tenía
terror, sobre todo cuando el vecindario pasó por casa a ver
semejante modernidad y a atemorizarla con la conseja de que esas eran
muy pero muy peligrosas y que si llegaba a producir otro incendio no
sería como el que tuvimos sino una gran explosión que acabaría con
la manzana entera; pobre de mi madre, no se atrevía ni a tocarla,
mientras tanto llenaba nuestras panzas con pan dulce y maltas, hasta
que mi padre llegó de la finca esperando ser recibido con un
banquete y se encontró con la cocina apagada y cerrada. Fue él
quien le puso fin al hambre colectiva, la encendió, leyó
instrucciones y así poco a poco fueron saliendo de la cocina nuevos
platos, nos sentíamos de fiesta. La puerta no se volvió a cerrar,
dejó de usar las piedras, ya no hacían falta. La nueva cocina
ablandaba todo tan rápido que los primeros platos, antes lapidados,
ahora eran presentados como papillas, acostumbrada como estaba a la
lentitud de la vieja cocina; aprendió a controlar los tiempos de
cocción, ese fue el momento en que descubrió el fuego, y con él,
la versatilidad de los ingredientes que ya podía convertirlos en un
bocado exquisito, redescubrir nuevas texturas, mixturas, sabores y
olores sorprendentes, pero sobre todo aprendió que la cocina podía
ser placentera y gratificante.
Fue
así como la cocina se convirtió en el centro de la casa y por tanto
dejo de ser la cantera amurallada. Además, con los años sesenta,
llegaron otros artefactos como el asistente de cocina que incluía
una licuadora, de manera que el menú se abrió a nuevos sabores y
olores como la salsa boloñesa, los guisos con mostaza, salsa inglesa
y encurtidos; los enrollados de carne rellenos de aceitunas,
alcaparras, y que religiosamente sacábamos del plato sin probar, las
albóndigas en salsa de tomate, el pollo al horno, el puré de papas
y otras novedades que gustaban sobre todo a mi padre vg., el queso
amarillo de bola, como él lo llamaba, el Spam, la ensalada rusa
Heing, verdaderos intrusos que nos hacía arrugar el entrecejo cuando
osábamos pellizcar.
Quise
dar mi contribución a la variación de menú cuando, preparándome
para la Primera Comunión, me enviaron a retiros espirituales con las
monjas de San Dionisio. Eran atroces, carentes de gestos afables,
cada sábado nos recibían con una caterva de amenazas, y la más
terrorífica de todas era la de que nunca alcanzaríamos el reino del
cielo, si no seguíamos el camino de espinas que nos mostraban en una
pintura hecha de acuarelas descoloridas, única vía de llegar a él
y no quemarnos en las pailas del infierno; pero cómo cocinaban bien
las condenadas!!!. Pues bien, espiando en la cocina, pulcra y
aséptica como no podría ser de otra manera, llegué a ver la
elaboración de enrollados de pollo, los arroces primavera, verduras
y hortalizas gratinadas, buñuelos, galletas, pudines y gelatinas que
nos servían al almuerzo y la merienda. Me iba a casa planeando la
manera de preparar esas exquisiteces, aunque sabía lo difícil que
era convencer a mi madre que me dejara prepararlas, negada de plano
por evitar, no solo el estropicio que veía venir, sino que le
desequilibrara la despensa, aunado al hecho de que para mi madre,
rígida y consecuente con algunos hábitos y que no cedía fácilmente
a los cambios, los ingredientes destinados a determinadas
preparaciones no podían usarse para otro plato, lo consideraba casi
una herejía y por supuesto yo era esa hereje que me atrevía a darle
un uso distinto a la fécula, al azúcar y la manteca que no fuera el
atol de lo más hijos pequeños o la grasa del sofrito. Pero cuando
la abuela nos visitaba, la hacía mi cómplice y accedía a apoyarme
en la aventura de inventar recetas. Lo hacíamos muertas de miedo,
mientras mi madre estaba concentrada en la costura, sacaba a
hurtadillas la harina y la manteca que luego intentábamos disimular
alisando la superficie del paquete de manera que el hueco que dejaba
el hurto no nos delatara. Así empezamos a merendar rosquillas
espolvoreadas de azúcar, mandiocas, buñuelos de plátanos,
posicles,
frutas en almíbar, que engullíamos escondidas en él rincón más
apartado del solar debajo del árbol de tamarindo; era perfecto el
momento, podía estar allí hasta la eternidad, yo lamiendo un
posicle
de tamarindo y ella dándose gusto con cerezos verdes en miel de
papelón, repitiéndome una vez más las instrucciones de lo que me
había encargado para el día de su muerte: ya
sabes narizona, me pones el vestido de tafetán marrón y me
entierran un día que no esté nublado porque después no voy a ver
el camino al cielo.
La comida, disfrutarla, en combinación con la sanción, lo prohibido, compañeros ineludibles de los primeros recuerdos culinarios.
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