sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 2



2.- Cuando mi madre descubrió el fuego.

Mi madre, como no podía ser de otra manera, conoció la piedra antes del fuego y ya verán por qué. De niña, ya la cocina era para mí una extraña atracción sencillamente porque me prohibían entrar en ella. Cerraban la puerta si no estaban cocinando. Cuando le pregunto a mi madre por qué la puerta de la cocina siempre estaba cerrada, me da una respuesta que aunque cierta, no era el única. Me decía que la cerraba para evitar el desastre que acostumbraba hacerle mezclando granos y condimentos, el azúcar con la sal, la leche con la avena o el fororo, el comino con la canela; y que le hacía desastres por malcriada y tremenda, pero estoy segura de que era más bien por el aburrimiento que acompañó mi infancia carente de entretenimiento lúdico pero sobre todo, porque ya me ganaba la curiosidad por las mezclas de olores y sabores. 
 
Tendría tres o cuatro años, pero tengo en mi memoria aromas intensos, penetrantes y hasta los dolores de estómago que me daban cuando se me ocurría probar algunos de mis inventos culinarios. En todo caso, si la cocina permanecía cerrada mientras no se estuviera cocinando era porque representaba un altísimo peligro para los niños. Y como no iba a ser de otra manera, todo allí era un riesgo enorme. Para empezar las piedras de moler. Mi madre pasaba todo por una piedra gigante, muy lisa y ondulada, mal puesta sobre un tronco tambaleante a medio enterrar en un rincón de la cocina. En ella amasaba el maíz pilado y cocido para las arepas (al menos lo compraba ya pilado, mi abuela tenía que hacerlo en pilón), hasta que apareció la maravilla del molino de manigueta y que aun cuando resultó un extraordinario avance, para mi edad resultaba un trabajo forzado, con ocho años y 20 kilos de peso, que debía realizar todas las mañanas nada más levantarme, era un riesgo mayor que el de las piedras porque el molinillo estaba atornillado a un endeble tronco que se movía de un lado a otro en cada brazada. En fin, decía que mi madre molía o trituraba todo lo que cocinaba con piedras de todos los tamaños. Las más pequeñas para el comino, el culantro, la sal en grano, los ajos; la carne la machacaba en las piedras medianas antes de mecharla, dándole golpes severos que se reflejaban en su rostro tenso, la boca apretada, el entrecejo arrugado y el pelo cayéndole por los lados como quien conjura un maleficio en cada golpe. 
 
La cocina de aquella lejana primera infancia era un campo de batallas encarnizadas con los alimentos que se libraba tres veces al día. Ahora que lo pienso, en esas circunstancias no podía existir placer al cocinar y mucho menos imaginación. Lo mismo a la hora de comer, no recuerdo elogios ni comentarios positivos de familiares y amigos sobre lo sabrosas que pudieran estar esos alimentos lapidados. Por eso me aburría, no había sorpresa, ni emoción, ni antojos, ni especialidades de la casa, ni comidas de aniversarios, el objetivo era comer para no morir de hambre; entonces comenzó la época de la asedia, esa misma que nunca abandonó a Emil Cioran, cuyo recuerdo más divertido era la visita que hacíamos mi hermana y yo a una adorable anciana que nos esperaba para regalarnos buñuelos de yuca o harina bañadas en miel y conservas de leche; nos íbamos agarradas de la mano, pegadas a las fachadas de las casas para protegernos de los carros que pasaban muy cerca de las aceras angostas, tocábamos tímidamente el postigo de la diminuta ventana que doña Isabelita abría de inmediato, dejando salir el eco de arias interpretadas por María Callas que su aún más anciano esposo escuchaba a todo volumen desde muy temprano. Nos conminaba a estirar el brazo por la ventanita para darnos los dulces, no sé si por mañas de viejo o porque lo hacía a escondidas de don Pablo, cuestión que me parece muy probable por la fama de tacaño que se había ganado el patrón. Una vez mi hermana salió disparada con su buñuelo de harina en el bolsillo de la falda, con la intención de botarlo en la casa, sin importarle que le cayera la miel por los lados. En ese momento no llegó a decirme la razón de su huida pero supuse que fue por el asco que le causó el comentario de doña Isabelita sobre la forma de estirar la masa pasándola repetidas veces por su rodilla. En ese momento no podía ni imaginar que años después me enteraría que ese fue el origen del rodillo, legado de la cocina tradicional mexicana para estirar la masa.
Pero por sorprendente que parezca mi madre cocinaba sabroso. Tenía buena sazón y la sigue teniendo. Desde muy temprano comencé a diferenciar las especies y condimentos cuyos aromas me llegan hasta el presente intactos, como los huevos revueltos con cebollino, el mote de auyama con cilantro, los plátanos verdes machacados, obviamente, y rociados de orégano fresco, mantequilla criolla y queso rallado, el mojito de papa, huevos, ají verde y cebollitas moradas, las caraotas negras con sofrito de ajo y comino machacado, el hervido de costilla de res con ñame, ocumo, apio, auyama, jojoto y yuca; y el mondongo de cabezas de chivo y cerdo. La zanahoria, el repollo, las vainitas, no entraron en la olleta hasta que nos fuimos a vivir en la zona petrolera y comenzó a utilizar el recao de olla que ya venía seleccionado y empaquetado del comisariato, la proveeduría de los trabajadores petroleros.
La preparación de esos platos era un misterio para mí, por mucho que tratara de indagar, mamá permanecía imperturbable cuando me atrevía preguntar, solía sacarnos de la cocina, y aunque ponía toda su concentración en la labor, jamás probaba lo que preparaba, parecía tener los sabores en su cabeza, no le gustaba hablar mientras cocinaba, y así era en la costura (ay cómo me hubiera gustado que me enseñara, ahora mi vida sería diferente), metida en su tarea no había posibilidad de interrupción, eso le cambiaba el humor y había que mantener distancia. La manera de preparar esos platos la fui reconstruyendo con los años, sobre todo basándome en la memoria de los aromas; una veces me venían en ráfagas, otras como olas tranquilas haciendo guiños para ir tras ellas y luego regresar juguetonas dejando vacíos momentáneos en la memoria, un ir y venir de susurros directos al olfato, para luego convertirse en imágenes sonoras, sumisas y resignadas como los arboles bajo la lluvia o el cauce del rio. La mayoría de las veces esas imágenes me transportaban al corral de la abuela quizás porque era en su casa donde me permitían participar en la cocina, y la veo ordeñando cabras en medio de sus lastimosos balidos, escucho el toc toc del pilón, percibo el aroma que desprendían los porrones de las hierbas, el choque de las piedras cuando atizaba el fogón, el persistente olor a humo que salía por el ventanuco de la cocina, para el ahumando de los chivos ya sin piel y vaciados de sus vísceras que colgaban al otro lado del fogón; el aroma penetrante del papelón para la colada del café, el tintineo del aguamanil, el milagro del cuajo convirtiendo esa leche blanquísima y espesa en quesos suaves y perfumados. Pero también recuerdos dolorosos cuando insistía en acompañarla a buscar las cabras y en el camino se me ocurría recolectar, a pesar de los pinchazos, buches y brevas, frutos que sobresalían de los cardonales, y que con destreza impresionante les retiraba espinas y piel para hacerlos en vinagreta y en almíbar. 
 
Siempre me he preguntado por qué siendo tan pequeña cuando visitaba a la abuela, tengo tan claros esos recuerdos. Los sabores que conocí en mi infancia eran el salado y ácido, el dulce no estaba en la comida diaria, es decir, no tenían en casa la costumbre del postre, más bien en días señalados como el majarete y el dulce de leche para el jueves santo. Mi madre acostumbraba también darnos como cena unas dos o tres veces al mes arroz con leche con sabor a anís y papelón, y mi padre comparaba una que otra noche, conservas de tapatapa (toronja verde), que nos repartía antes de irnos a la cama.
Pero volvamos a aquel cuarto de cocina que recuerdo muy oscuro y escondido. La cocina era de kerosene, muy baja y liviana, y de paso con un goteo de la pequeña bombona que caía en un recipiente de plástico que mi madre vaciaba seis veces al día, hasta el fatídico día en que mi padre me pidió que le colara un café, no tendría ni 8 años, me dispuse a encender la hornilla con un fosforo que solté de mi mano rápidamente porque me quemaba, consecuencia, un incendio de medianas proporciones que ameritó llamar a los bomberos con la lamentable situación de que, cuando llegaron, ya no había incendio pues los vecinos se encargaron de apagarlo lanzando tobos de tierra y cubos de agua dejándola totalmente destruida. 
 
Por fortuna tuvimos un final feliz, la vieja y famélica cocina fue reemplazada por una flamante cocina a gas, brillante, firme, grande, de 6 hornillas, horno y plancha. Mi madre estuvo varios días sin cerrar la boca y sin cocinar, sí, sin cocinar porque le tenía terror, sobre todo cuando el vecindario pasó por casa a ver semejante modernidad y a atemorizarla con la conseja de que esas eran muy pero muy peligrosas y que si llegaba a producir otro incendio no sería como el que tuvimos sino una gran explosión que acabaría con la manzana entera; pobre de mi madre, no se atrevía ni a tocarla, mientras tanto llenaba nuestras panzas con pan dulce y maltas, hasta que mi padre llegó de la finca esperando ser recibido con un banquete y se encontró con la cocina apagada y cerrada. Fue él quien le puso fin al hambre colectiva, la encendió, leyó instrucciones y así poco a poco fueron saliendo de la cocina nuevos platos, nos sentíamos de fiesta. La puerta no se volvió a cerrar, dejó de usar las piedras, ya no hacían falta. La nueva cocina ablandaba todo tan rápido que los primeros platos, antes lapidados, ahora eran presentados como papillas, acostumbrada como estaba a la lentitud de la vieja cocina; aprendió a controlar los tiempos de cocción, ese fue el momento en que descubrió el fuego, y con él, la versatilidad de los ingredientes que ya podía convertirlos en un bocado exquisito, redescubrir nuevas texturas, mixturas, sabores y olores sorprendentes, pero sobre todo aprendió que la cocina podía ser placentera y gratificante.
Fue así como la cocina se convirtió en el centro de la casa y por tanto dejo de ser la cantera amurallada. Además, con los años sesenta, llegaron otros artefactos como el asistente de cocina que incluía una licuadora, de manera que el menú se abrió a nuevos sabores y olores como la salsa boloñesa, los guisos con mostaza, salsa inglesa y encurtidos; los enrollados de carne rellenos de aceitunas, alcaparras, y que religiosamente sacábamos del plato sin probar, las albóndigas en salsa de tomate, el pollo al horno, el puré de papas y otras novedades que gustaban sobre todo a mi padre vg., el queso amarillo de bola, como él lo llamaba, el Spam, la ensalada rusa Heing, verdaderos intrusos que nos hacía arrugar el entrecejo cuando osábamos pellizcar.
Quise dar mi contribución a la variación de menú cuando, preparándome para la Primera Comunión, me enviaron a retiros espirituales con las monjas de San Dionisio. Eran atroces, carentes de gestos afables, cada sábado nos recibían con una caterva de amenazas, y la más terrorífica de todas era la de que nunca alcanzaríamos el reino del cielo, si no seguíamos el camino de espinas que nos mostraban en una pintura hecha de acuarelas descoloridas, única vía de llegar a él y no quemarnos en las pailas del infierno; pero cómo cocinaban bien las condenadas!!!. Pues bien, espiando en la cocina, pulcra y aséptica como no podría ser de otra manera, llegué a ver la elaboración de enrollados de pollo, los arroces primavera, verduras y hortalizas gratinadas, buñuelos, galletas, pudines y gelatinas que nos servían al almuerzo y la merienda. Me iba a casa planeando la manera de preparar esas exquisiteces, aunque sabía lo difícil que era convencer a mi madre que me dejara prepararlas, negada de plano por evitar, no solo el estropicio que veía venir, sino que le desequilibrara la despensa, aunado al hecho de que para mi madre, rígida y consecuente con algunos hábitos y que no cedía fácilmente a los cambios, los ingredientes destinados a determinadas preparaciones no podían usarse para otro plato, lo consideraba casi una herejía y por supuesto yo era esa hereje que me atrevía a darle un uso distinto a la fécula, al azúcar y la manteca que no fuera el atol de lo más hijos pequeños o la grasa del sofrito. Pero cuando la abuela nos visitaba, la hacía mi cómplice y accedía a apoyarme en la aventura de inventar recetas. Lo hacíamos muertas de miedo, mientras mi madre estaba concentrada en la costura, sacaba a hurtadillas la harina y la manteca que luego intentábamos disimular alisando la superficie del paquete de manera que el hueco que dejaba el hurto no nos delatara. Así empezamos a merendar rosquillas espolvoreadas de azúcar, mandiocas, buñuelos de plátanos, posicles, frutas en almíbar, que engullíamos escondidas en él rincón más apartado del solar debajo del árbol de tamarindo; era perfecto el momento, podía estar allí hasta la eternidad, yo lamiendo un posicle de tamarindo y ella dándose gusto con cerezos verdes en miel de papelón, repitiéndome una vez más las instrucciones de lo que me había encargado para el día de su muerte: ya sabes narizona, me pones el vestido de tafetán marrón y me entierran un día que no esté nublado porque después no voy a ver el camino al cielo.

1 comentario:

  1. La comida, disfrutarla, en combinación con la sanción, lo prohibido, compañeros ineludibles de los primeros recuerdos culinarios.

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