3.- Iniciación.
Mi
encuentro cercano con la cocina se inició cuando me fue delegada la
responsabilidad de preparar la vianda que mi papá se llevaba a su
trabajo. Para ese momento ya nos habíamos mudado a la zona petrolera
dejando atrás la casa de la cocina incendiada. Me hicieron cargo de
una cocina de alto riesgo, que emanaba una llama alta y abrasadora,
con encendido a gas que llegaba directo por tuberías, colocada en un
cimiento muy alto, al menos para mí que tenía que colocar dos
ladrillos en el piso para alcanzarla; una lumbre gigante que nunca
se apagaba, no tanto para ahorrar gas como para ahorrar fósforos.
Tendría unos 14 años cuando mi madre entró en su última
cuarentena y mi padre tenía que ir de madrugada a las gabarras de
perforación, entonces fui designada cocinera suplente.
Aunque
ya habían desaparecido las piedras, la cocina que encontramos
instalada en la nueva casa del campo petrolero era igualmente de alta
peligrosidad. Cuando mi padre tenía guardia diurna salía a las 5 de
la mañana, de manera que antes las 4 ya mi madre llegaba a darme un
empujoncito por el hombro para despertarme. Entraba a la cocina
tambaleándome y encandilada por la intimidante y abrasadora luz
anaranjada que convertía la cocina en un salón rave, dejando un
aire tan pesado que era capaz a de tocarlo.
El
menú de mi madre siguió haciéndose por algún tiempo, mientras se
amoldaba a las opciones que el nuevo lugar ofrecía. Por supuesto, se
llevó una de sus piedras favoritas, una en forma de pera que se
amoldaba bastante bien a mi mano con su correspondiente aparejo, en
este caso una piedra plana, más alargada y lisa, allí aprendí a
moler juntos la sal y el comino y el culantro, invento que asombró a
mi madre porque ella no lo hacía así, pero me dejó hacerlo.
Lo
primero que debía preparar según instrucciones de mi madre era el
achote. Allí comencé a habituarme al calor, me volví tan
resistente que en el presente agarro los mangos de las cacerolas sin
protección, prácticamente los guantes cuelgan como adornos. Bueno,
el asunto era derretir la manteca de cerdo en una jarra de peltre, y
tenía que hacerlo manteniendo suspendida la jarra apenas agarrada
por un pedazo de tela doblado porque la hornilla era más grande que
el diámetro de la jarra de peltre.
Una
vez preparado el achote se llevaba al caldero para sofreír los
aliños de la carne mechada, así lo hacia mi madre pero dado que la
primera vez que lo hice quemé el ajo, en la siguiente ocasión
invertí el orden y condimentaba al final y por eso los molía
juntos, el ajo, el comino, culantro y la sal. Con esa carne le
rellenaba dos arepas, pero lo que más le gustaba a mi padre era que
le pusiera en la vianda tajadas con queso rallado entre las capas del
plátano. Y así poco a poco lo iba sorprendiendo con preparaciones
diferentes que se me ocurrían mientras cocinaba, como la vez que
tuve rallar el plátano verde ya cocido y hacer unas torticas fritas
porque mi madre me advirtió que no debí cocerlo para llevárselo al
trabajo porque se endurece al enfriar.
Mi
suplencia en la cocina llegó a su final cuando terminó la
cuarentena, pero los olores me persiguieron por mucho tiempo grabados
en la piel, en la memoria; pasaba el tiempo revisando los potes y la
alacena buscando algún ingrediente que me despertara la imaginación,
pero era poco lo que conseguía, cuando mucho, algunas conservas de
leche y pasta de guayaba ya vencida, que mi madre escondía para
administrarlo con probidad pero que entre el trajín de la casa las
olvidaba; de manera que me escabullía en plan de investigar cómo
se comía en otras casas, cuál era esa otra dinámica familiar,
saber quiénes eran los raros si ellos o nosotros, sus horarios, sus
mañas, sus rituales, me llamaba mucho la atención saber si en todas
esas casas el menú era tan repetitivo como el que había conocido en
mi primera infancia, y esa pesquisa me llevó a unas cuantas
sorpresas.
De
manera que a media tarde escapaba a casa de las vecinas cuando mi
madre hacía siesta con el bebé. La vecina de al lado era
colombiana, muy joven y estaba casada con un señor que le doblaba la
edad, era él quien cocinaba, lo que para mí era una rareza, y por
tanto difícil indagar lo que allí se comía, pero con paciencia
ghandiana lograba que la esposa recordara algunas preparaciones de su
casa materna, como la sobrebarriga, un plato muy particular hecho con
la misma carne que usamos para mechar, la que llamamos falda,
pero que una vez cocida en olla a presión con cebollines, cerveza,
ajos, comino, tomillo, laurel y sal, se corta en pequeños trozos y
se pone a freír, luego se sirve con papas chorreadas que imagino muy
sabrosas pero que nunca intenté preparar. Otro plato que sí
preparaba con frecuencia era el arroz frito, al que añadía pasta
larga cortada y tostada y salchichas troceadas; cuando intenté
hacerlo en casa, a mi madre le pareció una aberración combinar
arroz con pasta, pero le sugerí cambiar las salchichas por aros de
cebolla rostizadas y cuando la probó le cambió agradablemente la
expresión de la cara; no pasó lo mismo cuando le dije que la bebida
preferida de los vecinos era agua de avena o de horchata, sólo el
nombre le causo escalofrío, para ella el jugo por excelencia y por
obligación era el de melón o lechosa, aunque no pasaría mucho
tiempo en doblegarse ante la cocacola.
Para
mi madre, todo lo que saliera de su entorno era sospechoso, como las
ostras y platos fríos en general, los pescados de río, las carnes
de caza, las aves diferentes a la gallina y al pavo, los moluscos que
no le producían asco sino miedo.
Mi
pesquisa en el vecindario no terminaba con el interrogatorio, me daba
por fisgonear sus alacenas y neveras. Esto sí que me sorprendía,
las neveras se comportan como golems desinhibidos, hablan por sus
dueños y dicen mucho más de lo que las personas contarían. Eran
escasas las neveras organizadas, la mayoría se mantenían
desordenadas, algunas realmente asquerosas, emanando fuertes olores a
restos de comida descompuesta, enmohecidas, en las mismas ollas o
sartenes en que las habían preparado, los cajones con cebollas,
plátanos, tomates, aguacates abiertos y oxidados. En ese estado
descubrí la nevera de los vecinos colombianos. Pero lo que atrapó
mi atención fue una colección de botellas con extraños brebajes
que el esposo solía tomar en las mañana para preservar su desempeño
sexual. En la puerta de la nevera se disponía una hilera de botellas
con ojos de buey, ramas de romero, chuchuguasa y aguardiente blanco
que el señor tomaba todas las mañana después de añadirle una yema
de huevo batido. Eso me reconcilió con la nevera de mi casa, lo más
extraño que llegué a ver en la nuestra fue la asadura y la cabeza
de chivo que llevaba la abuela cuando nos visitaba y agradecí que mi
padre no necesitara comer ojos de buey.
***
Una
mañana de camino al liceo con la vecina de enfrente le propuse que
estudiáramos por turno en nuestras casas, eso me daría la
oportunidad de conocer su mundo, y la tuve una mañana que teníamos
que ir a una práctica de volibol y me invitó a desayunar. En el
centro de la mesa del comedor estaba un gran racimo de cambures
titiaros, un tazón con avena cruda y otro con trozos de queso
blanco, en cada puesto, un vaso de leche. Es uno de los desayunos
más extraños que he conocido, un especie de tenedor libre en el
sentido de que podías consumir los cambures que quisieras y la
verdad no sabía qué hacer con el queso y la avena hasta que vi a
los demás comensales acompañar cada mordisco del cambur con un
trocito de queso, en cuanto a la avena la iban poniendo por
cucharadas en la leche y la consumían por partes. Viéndolos comer
me convencí que no éramos nosotros los raros, estos vecinos eran
venezolanos que habían llegado al Zulia desde los llanos así que lo
más probable era que esa manera de desayunar se tratase de una
costumbre netamente familiar, porque hasta donde sé, en esos años
60 no faltaba en mesa del desayuno la arepa, el perico, la
mantequilla, las caraotas fritas, la carne mechada, las empanadas de
fines de semana, y en esos campos petroleros, algunos enlatados como
el jamón endiablado y el atún; más adelante se incorporarían
nuevos sabores como el cereal, las panquecas bañadas en sirope, los
fiambres, las mermeladas, el pan tostado como resultado por la
influencia cercana de la inmigración estadounidense.
***
En
las afueras del campo petrolero vivía una prima de mi madre, una
señora de expresión seria, de voz gutural, el pelo muy largo con
canas esparcidas sobre un fondo negro, muy delgada y de caminar
lento; gustaba vestirse con faldones grises de tela gruesa y camisas
de color café abotonadas hasta el cuello, aún a 35 grados de
temperatura en una casa sin aire acondicionado y donde el horno no se
apagaba en todo el día, en verdad me daba grima ver la imagen
mórbida que expelía de su cuerpo. Tenía la idea preconcebida de
que su cocina era oscura y grasosa así que nunca me anime a ir con
mi mamá a visitarla, pero en una ocasión mi abuela me pidió que la
acompañara, y accedí gustosa porque las visitas que hacia eran
alucinantes por lo estrafalarios que resultaban sus familiares
lejanos. En cuanto a la prima Berta no me equivoqué, su casa era
oscura y llena de pasillos angostos, no existía un recibidor o un
salón de comedor sino una maraña de recovecos –pleonasmo
incluido- y pasillos con grandes mesones llenos de harinas y
rodillos, y es que se dedicaba a fabricar pan. En el corredor
disponían los panes recién salidos del horno impregnando el
ambiente con aromas de anís, canela y mantequilla. Su especialidad
era un pan tipo acema aliñada, pero con la textura muy parecida a lo
que años más tarde conocí como panetone, en verdad todavía
recuerdo ese sabor como la gloria, pero de que la prima Berta volaba,
volaba.
Más
estrafalario resultaba el marido de la prima Berta, evidentemente era
menor que ella, no trabajaba en la calle, pasaba gran parte del día
en un chichorro que colgaba de dos yambos, allí le llevaban el
desayuno, el almuerzo, el café de las tres de la tarde acompañado
del primer pan que salía del horno, hasta que se acercaba la hora de
ir al bar a jugar billar. Pero el marido no solo se dedicaba a
compartir los frutos de pomarrosa con los murciélagos que llegaba
noche a noche a darse banquete. Este señor con su aspecto de latin
lover era el encargado de sacrificar todos los semovientes que se
comían en esa casa, porque la prima Berta tenía la costumbre de
comprar los animales vivos, no le gustaba entrar en las carnicerías,
pero no le importaba ver correr la sangre en su propio patio.
Cuando
era niña vi sacrificar chivos, gallinas y cerdos, me dolía el
corazón, sufría de tiricia según decía mi abuela, por eso me
aconsejaba que no presenciara las matanzas, en las noches retumbaban
en mis oídos los chillidos agudos y destemplados de las víctimas;
aun así, como cocinera, puedo conceder que para lograr la mejor
salsa y brillo en la emulsión, sea necesario cocinar el animal
recién sacrificado, pero nunca lo hice, el solo recuerdo de mi madre
retorciendo el pescuezo de las gallinas o de mi abuelo introduciendo
un puñal en la garganta de los chivos o, a mis primos dejando caer
el mazo del pilón sobre la nuca de los cerdos antes de degollarlos,
siento un gran ramalazo y espanto, pero nunca como el que sufrí
cuando tuve que ver la cara de satisfacción del marido de la prima
Berta, cortando de un solo tajo la cabeza de la pobre Concha (con
quien había estado jugando toda la mañana), mientras la mantenía
boca arriba presionándola con su bota número 42; sería el plato
fuerte de los días de semana santa, ese día juré que no probaría
jamás el pastel de tortuga.
***
El
tío Baltazar se había retirado del trabajo en los pozos petroleros,
tenía 14, hijos todos varones, vivían con el matrimonio, incluso
los dos mayores con sus respectivas parejas, de manera que los
fogones de esa casa jamás estaban fríos. El rostro de Victoria, su
esposa, consumido y resignado, reflejaba su voluntad y entrega, se
levantaba bien temprano a la primera colada del café que vertía en
el termo que ponía a disposición del marido en la mesa del comedor,
no menos de tres veces al día, en la bandeja de plata que le
regalaran el día de su boda 40 años atrás, junto a una tacita de
peltre.
Victoria,
después de preparar una enorme porción de atol de fororo para el
desayuno de los hijos menores, comenzaba con el almuerzo que tenía
listo a las 11 de la mañana. A esa hora la cocina era un sauna como
resultado de mantener en el horno no menos de 20 plátanos maduros y
tres pollos que antes había guisado y luego horneaba; fue en casa
del tío cuando descubrí que las cremas no sólo podían hacerse de
auyama y apio, allí probé de papas, de espinaca y coles; me
empalaga con las torrejas, y me daba gusto con los bollos pelones
sumergidos en salsa de tomate. El sabor que tenía esa salsa era algo
especial, mi madre también la hacía para tallarines pero la de
Victoria tenía un no sé qué. Treinta años después conversando
con una de sus nietas develamos el secreto, le incrustaba clavos de
olor a la cebolla que ponía entera a cocinar con el jugo de los
tomates. Aunque despejé la incógnita me quedó la pregunta de dónde
y cuándo obtuvo Victoria esa dato, ella no era italiana, había
nacido en un pueblo del sur del lago de Maracaibo, pero mientras
pasan otros treinta años para ver a alguno de sus descendientes, me
quedo con la idea de que tuvo que ser producto del rumor, el gran
rumor antediluviano e inmemorable que ha forjado la cocina desde el
principio de los tiempos. El sabor de esa salsa la tengo intacta en
mi memoria así como su imagen empinada sobre la ventana del salón,
como el almuecín elevado en el alminar, para llamar a los hijos a
comer, los iba nombrando uno a uno por sus nombres completos en orden
descendente.
Hay
costumbres y prácticas que se convierten el signo y seña de los
hogares, en el caso del tío Baltazar era el termo de café, como lo
era la jarra de agua tapada con una servilleta rosa de bordes
tejidos, en casa de mi amiga Carmen, a quien no le gustaba el agua de
la nevera, o la eterna azucarera amarilla metida en un bol con agua,
que mi cuñada Ana Isabel mantenía en el cimiento de la cocina para
espantar las hormigas. Creo que esos pequeños detalles permiten
llegar conocer el grado de constancia de las personas, eso me
maravilla y sorprende, reconozco que aunque me percibo como una
persona perseverante, no logro recordar alguna costumbre que haya
establecido hasta el final de los tiempos, pero sí comparto la idea
de que son chispazos, pequeños fulgores que abren el alma de las
personas. La cesta de panes dulces de mi hermana Margarita, el
chorizo español que cuelga de la ventana de la cocina de mi cuñada
Magdalena, el frasco con granola de mi mamá, la colección de
pimenteros con pimientas de todos los colores de mi amiga Hilda, la
botella de vodka en el congelador de mi amigo Eduardo y su eterna
cesta tomates de árbol, el tiesto de hierbas aromáticas de mi amiga
Eva Gloria, que adornan y aromatizan su cocina; vienen a ser
paleografías, parajes de memoria que se niegan al olvido como aquel
largo mesón de roble debajo de un frondoso árbol de mango donde mi
tío Baltazar almorzaba con su prole.
La cebolla pespuntada con clavos de olor la usa mi madre en el guiso de la hallaca, ella lo aprendió de una amiga en Caracas, hacer ramitos con distintas hierbas aromáticas lo hacía mi abuela quien además siempre cultivo su cebollin en unos materos alargados de madera que tenía en el patio de su casita en Maracaibo costumbre de su madre adoptiva, ellas eran de los Puertos de Altagracia.
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