sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del Fuego - Capítulo 1


1.- Por qué.

La cocina y la soledad se parecen, son entidades palimpsesticas y por tanto portadoras de belleza, son como huellas que van dando paso a otras y otras, acumulándose, replegándose, transmutándose, dejando memorias de vidas lejanas que no terminan de irse; cocina y soledad son una y muchas, huellas que cuando ya se acercan a la extinción se empeñan en quedarse, unas veces como legados, otras fusionadas y reinventadas. No damos importancia a las señales que nos llegan cuando menos las esperamos. Dejamos pasar esos leves estremecimientos, chispazos de plenitud sólo comparable a la intensa inspiración-expiración que llega al terminar una buena lectura, o a esos hálitos de frescura que dejan los viajes a países viejos y los sueños hermosos. Eso debe ser lo más parecido a la felicidad, momentos ideales para encarar la escritura a modo de contener y saber jugar con las sombras rizomáticas que asaltan de todos los rincones ostensiblemente empeñadas en dirigir el texto a su antojo. 
 
Tomé la decisión de escribir por el temor de perder la memoria. Confieso que casi me dejo llevar por la tentación de escribir un libro de autoayuda, sí lo confieso, y no porque esté convencida de mis dotes sanadoras a través de la palabra, sino porque me daba una mezquina y rabiosa envidia ver cómo llega Pablo Coelho e Ismael Cala a conectarse con tanta gente que no quiere o no puede controlar la angustia que sobreviene a la ansiedad. Pero finalmente triunfó la cordura y me puse a pensar en un posible cicerón que condujera mis meandros de vida y de inmediato lo vi en la cocina. 
 
Nunca he dejado de rememorar los espacios de mi infancia, en eso coincido con Valeria Luiselli cuando dice que las personas sólo tienen dos residencias permanentes, la casa de la infancia y la tumba; el asunto aquí es que viví mi infancia en varias casas por eso me sorprendo. Tuvimos mudanzas constantes, sin embargo, lo percibo como un solo lugar, el mismo siempre, me veo en un patio rectangular, sin techo, que obligaba a buscar los rincones para protegernos del sol debajo de las esquineras de las canales de lluvia; pero lo que recuerdo con más claridad son los mosaicos del piso en tonalidades verdes y fucsias. Creo que la más firme conciencia que tenemos de la vida es la de la infancia, el espacio permanente e inmutable. El tiempo a salvo y la emoción a buen resguardo.
Muchas veces, quizás la mayoría de las veces diría yo, los atributos del hombre son invisibles a los demás y a nosotros mismos; invisibilidad que en ocasiones se manifiesta en desasosiegos recurrentes, en atisbos de locura, o en sensaciones de extrañamiento que nos hacen sentir profundamente solos en medio de la gente. El camino de la espiritualidad pudiera ser salvadora pues despeja el sendero y suaviza los tropiezos. Para otros en cambio, la máxima expresión de paz es la introspección de la idea de la muerte, que aprehendemos de la vida para conocerla sin temor, pero también, acariciar con dulzura esa idea es un sutil indicio de que no acercamos a la vejez. Mi memoria está por escaparse, de modo que intento retener aquello que no ha perdido sentido: la imperfección, la simpleza, el no sé qué de la felicidad que aparece cuando no existen motivos, semejantes a parajes desolados, imágenes de desamparo que al evocarlos, irónicamente, no son ni tristes ni trágicos, sólo espacios inexplorados e inocuos.
Los olores del pasado que una vez fueron intensos, son cada vez más débiles, las imágenes más tenues y difusas, la sonoridad del eco desvanece lentamente, y hace más lejanas las palabras, se agudizan los silencios envueltos en recuerdos fragmentados, desdibujados, superpuestos.
En los últimos años escucho un silencio perfecto, portador de sensaciones arcanas, íntimo y revelador de una verdad nítida e incuestionable, el acercamiento de la vejez. Una pulsión inquietante que abrasa. Siento su proximidad en el asalto de recuerdos lejanos que abren la puerta de la desmemoria. Los recuerdos que deseo fijar son los de mi cocina. Mi cocina fue mi verdad, la pasión que dio sentido a una vida escindida y monótona. Mi vínculo con los demás, porque si la cocina es soledad, la comida es comunión, a nadie le gusta comer solo o con extraños, al menos eso me pasaba en mi época universitaria, sólo disfruto la comida que comparte con seres queridos.
Me pregunto o se preguntará Usted porqué llegan estos pensamientos con tanta premura, y yo le respondería porque ahora sí estoy sola y no porque no tenga compañía sino porque vivo en medio de la perplejidad. Sola y vaciada de entorno, de complicidades, de arraigos. No reconozco ni me reconozco en el país que tengo en mi presente.
De pronto los demás tampoco me reconocen, quizás porque no compartimos lo que realmente somos. Me he convertido en Martín Romaña, el que viene de vuelta, el incomprendido, el único que veía con claridad la estupidez humana cuando los demás bailaban la danza de la utopía, pasé a ser un personaje extraño en mi propio país. Qué cuándo quise volver a mi pasado?, cuando quise morir, quise morir porque quería vivir, porque estaba sana, porque estaba en paz en mi interior en una sociedad enferma, desquiciada, errática y convulsionada, entonces cerré la puertas de la calle y abrí la de mi yo que era otro, ese otro yo deicida y místico al mismo tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario