1.- Por qué.
La
cocina y la soledad se parecen, son entidades palimpsesticas y por
tanto portadoras de belleza, son como huellas que van dando paso a
otras y otras, acumulándose, replegándose, transmutándose, dejando
memorias de vidas lejanas que no terminan de irse; cocina y soledad
son una y muchas, huellas que cuando ya se acercan a la extinción
se empeñan en quedarse, unas veces como legados, otras fusionadas y
reinventadas. No damos importancia a las señales que nos llegan
cuando menos las esperamos. Dejamos pasar esos leves
estremecimientos, chispazos de plenitud sólo comparable a la intensa
inspiración-expiración que llega al terminar una buena lectura, o a
esos hálitos de frescura que dejan los viajes a países viejos y
los sueños hermosos. Eso debe ser lo más parecido a la felicidad,
momentos ideales para encarar la escritura a modo de contener y saber
jugar con las sombras rizomáticas que asaltan de todos los rincones
ostensiblemente empeñadas en dirigir el texto a su antojo.
Tomé
la decisión de escribir por el temor de perder la memoria. Confieso
que casi me dejo llevar por la tentación de escribir un libro de
autoayuda, sí lo confieso, y no porque esté convencida de mis dotes
sanadoras a través de la palabra, sino porque me daba una mezquina y
rabiosa envidia ver cómo llega Pablo Coelho e Ismael Cala a
conectarse con tanta gente que no quiere o no puede controlar la
angustia que sobreviene a la ansiedad. Pero finalmente triunfó la
cordura y me puse a pensar en un posible cicerón que condujera mis
meandros de vida y de inmediato lo vi en la cocina.
Nunca
he dejado de rememorar los espacios de mi infancia, en eso coincido
con Valeria Luiselli cuando dice que las personas sólo tienen dos
residencias permanentes, la casa de la infancia y la tumba; el asunto
aquí es que viví mi infancia en varias casas por eso me sorprendo.
Tuvimos mudanzas constantes, sin embargo, lo percibo como un solo
lugar, el mismo siempre, me veo en un patio rectangular, sin techo,
que obligaba a buscar los rincones para protegernos del sol debajo de
las esquineras de las canales de lluvia; pero lo que recuerdo con más
claridad son los mosaicos del piso en tonalidades verdes y fucsias.
Creo que la más firme conciencia que tenemos de la vida es la de la
infancia, el espacio permanente e inmutable. El tiempo a salvo y la
emoción a buen resguardo.
Muchas
veces, quizás la mayoría de las veces diría yo, los atributos del
hombre son invisibles a los demás y a nosotros mismos; invisibilidad
que en ocasiones se manifiesta en desasosiegos recurrentes, en
atisbos de locura, o en sensaciones de extrañamiento que nos hacen
sentir profundamente solos en medio de la gente. El camino de la
espiritualidad pudiera ser salvadora pues despeja el sendero y
suaviza los tropiezos. Para otros en cambio, la máxima expresión de
paz es la introspección de la idea de la muerte, que aprehendemos de
la vida para conocerla sin temor, pero también, acariciar con
dulzura esa idea es un sutil indicio de que no acercamos a la vejez.
Mi memoria está por escaparse, de modo que intento retener aquello
que no ha perdido sentido: la imperfección, la simpleza, el no sé
qué de la felicidad que aparece cuando no existen motivos,
semejantes a parajes desolados, imágenes de desamparo que al
evocarlos, irónicamente, no son ni tristes ni trágicos, sólo
espacios inexplorados e inocuos.
Los
olores del pasado que una vez fueron intensos, son cada vez más
débiles, las imágenes más tenues y difusas, la sonoridad del eco
desvanece lentamente, y hace más lejanas las palabras, se agudizan
los silencios envueltos en recuerdos fragmentados, desdibujados,
superpuestos.
En
los últimos años escucho un silencio perfecto, portador de
sensaciones arcanas, íntimo y revelador de una verdad nítida e
incuestionable, el acercamiento de la vejez. Una pulsión inquietante
que abrasa. Siento su proximidad en el asalto de recuerdos lejanos
que abren la puerta de la desmemoria. Los recuerdos que deseo fijar
son los de mi cocina. Mi cocina fue mi verdad, la pasión que dio
sentido a una vida escindida y monótona. Mi vínculo con los demás,
porque si la cocina es soledad, la comida es comunión, a nadie le
gusta comer solo o con extraños, al menos eso me pasaba en mi época
universitaria, sólo disfruto la comida que comparte con seres
queridos.
Me
pregunto o se preguntará Usted porqué llegan estos pensamientos con
tanta premura, y yo le respondería porque ahora sí estoy sola y no
porque no tenga compañía sino porque vivo en medio de la
perplejidad. Sola y vaciada de entorno, de complicidades, de
arraigos. No reconozco ni me reconozco en el país que tengo en mi
presente.
De
pronto los demás tampoco me reconocen, quizás porque no compartimos
lo que realmente somos. Me he convertido en Martín Romaña, el que
viene de vuelta, el incomprendido, el único que veía con claridad
la estupidez humana cuando los demás bailaban la danza de la utopía,
pasé a ser un personaje extraño en mi propio país. Qué cuándo
quise volver a mi pasado?, cuando quise morir, quise morir porque
quería vivir, porque estaba sana, porque estaba en paz en mi
interior en una sociedad enferma, desquiciada, errática y
convulsionada, entonces cerré la puertas de la calle y abrí la de
mi yo que era otro, ese otro yo deicida y místico al mismo tiempo.
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