sábado, 15 de marzo de 2014

Relatos del fuego - Pórtico


Yo no existía, yo era otro
Hoy volví a ser de pronto el que era o el que soñaba ser
Pessoa

Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores
Imre Kertész
Yo es otro
Rimbaud


Para Rosa y Natalia


PRIMERA PARTE.



Pórtico.

Esta introducción, negando la regla y muy a mi pesar por la profesión que me antecede, la escribí a mitad de estos relatos, como un llamado urgente y remoto, no sé si por efectos del crianza Ribera del Duero, Torre Pingón, para más señas, encontrado en una inusual y agonizante bodega vasca en tierras norteamericanas; o por estar vigilando el término exacto de dos Porter Hause que tenía en la plancha, junto a invitados hambrientos y de paso exigentes con eso de que esté jugoso pero que no se le vea la sangre.
La verdad es que en medio de indescriptibles e innecesarias turbulencias epicúreas, avivó la idea de que este libro tenía y debía ser dedicado a esas madres anteriores a mi generación que hacían milagros en la cocina, en diálogo con sus guisos, en sintonía con sus aromas; en el ensayo permanente, sin la angustia que rigidiza el cuerpo de solo pensar que no logremos el punto exacto, la textura deseada y la jugosidad necesaria; ellas simplemente cocinaban para alimentar a su gente, no buscaban crear la receta propia ni mucho menos la satisfacción de su ego, rubricando lo que debió ser el plato del día, como si se tratara de una obra maestra, aunque muchas de ellas lo fueran. Desde que se inscribió a la cocina en la cultura del espectáculo, término que pido en préstamo al maestro Vargas Llosa, el cocinero ya no quiere pasar desapercibido. 
 
Aquellas madres cocinaban en silencio, dar de comer era su misión, no acto de admiración per se, sus recetas estaban grabadas en sus cabezas, era poco frecuente, al menos en mi entorno familiar, adquirir libros de cocina, cuando mucho, replegados en el fondo de una gaveta, unos amarillentos cuadernillos con recetas de tías abuelas, suegras y cuñadas, recogidas con afán en reuniones familiares y luego quedaban en casa como legados silenciosos, como un recuerdo de familia; confundidos con ombligos de bebés, zarcillos impares y manitas de azabache, nos podíamos topar con recortes de antiguas Estampas, del Almanaque Mundial, de Selecciones Readers Digest; con etiquetas desprendidas de latas de Spam, Toddy y de la gelatina Royal.
Inventaban y se reinventaban continuamente según el estado de sus despensas; el menú se adaptaba a lo que se tuviese a mano, casi siempre escaso, pero que hacían pequeños milagros como unos sorpresivos buñuelos de avena, azúcar y canela o un inesperado consomé de brotes, tallos y primeras pieles de hortalizas, que calentaban barriguitas y producían sonrisas de placer en inocentes comensales ajenos a la procedencia de los platos que les ponían al frente.
Sin negar la variedad, sofisticación, laboriosidad e increíblemente versatilidad de la cocina actual, aparecen motivos que nos hacen mirar al pasado; nuestra memoria se pone en alerta ante la algarabía de recuerdos felices que son por lo general los más difíciles de atraer; recuerdos que han escapado de la nostalgia y desfilan triunfales en imágenes en slide, como paisajes en movimiento; olas transparentes y seductoras portadoras de aromas y sabores resistentes al olvido, como rumores de oleajes tranquilos como el estribillo de una famosa canción.
En casi todas las casas que habité desde mi primera infancia hasta la adolescencia, la cocina era un pequeño espacio, sin ventanas panorámicas, cuando mucho una claraboya por donde escapaban aromas a tierra, a raíces, a sofrito de ajo y onoto; era también el rincón medicinal, la farmacopea doméstica. No recuerdo los botiquines de primeros auxilios pero sí, la variedad de infusiones que me llevaban a la cama para bajar fiebres, inflamaciones de garganta, dolores mestruales y hasta estados anémicos, de manera que la cocina quedó grabada como el lugar del milagro de la sobrevivencia.



1 comentario:

  1. El ajo, el onoto y el ají dulce, datos de nuestra memoria olfativa y afectiva, es ver a mi abuela cocinando con tan poco y logrando una sazón que es el sello de las mujeres de mi familia.

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