jueves, 6 de marzo de 2014

Exilio emocional y otros relatos 5


5.- Desplazamientos


No lo podía evitar. Salir a la calle era una tortura. Eran tiempos violentos, turbulentos e inestables, al menos así lo sentía Naya en los últimos 14 años cuando ya fueron más que evidentes los efectos del nuevo signo político, que los debilitaba como ciudadanos y colocaba en situación de impotencia y fragilidad en el más cotidiano día a día. El malestar recorría las calles como Wotan desatado y resucitado.

La decisión de tomar el autobús o llevar su automóvil, imponía pensarlo muy bien. Nunca se acostumbró a las particularidades del transporte público de su ciudad. Jamás lo podía abordar si lo esperaba en las paradas señaladas. Ni el chofer ni los usuarios parecían dispuestos a respetarlas, todo lo contario, era necesario bracear entre el grupo para acceder por la minúscula puerta del autobús y una vez adentro agarrarse hasta del cuello del ocupante vecino para no caer arrastrada en medio del arranque violento y apresurado del chofer. Luego, la indecisión entre tocar el timbre de la parada o elevar la voz para bajar, era un albur, nunca acertaba; si tocaba el timbre el chofer hacía caso omiso y el resto de los pasajeros le advertían: “este señor prefiere que le anuncie la parada”, o al contrario, muchas veces gritó “parada” y el conductor como si nada; éste se decantaba por el timbre. Mayor confusión le suponía el momento de pagar. Letreros grandes al frente anunciaban “pague al subir”, pero en las puestas laterales indican claramente “pague al bajar”. De manera que todo el trayecto lo hacía observando el proceder de sus compañeros de ruta, para imitarlos, pero no la ayudaban mucho, los veía ahí, sentados o parados con las miradas perdidas, petrificados, ensimismados, rostros inexpresivos que no dejaban oportunidad de percibir lo que podría estar moviéndose en sus cabezas. Y una vez más se preguntaba si en verdad tendrían la mente en blanco, entregados al irritante sonsonete de la radio, impasibles ante el absurdo y la sordidez que les rodeaba. Solo quedaba imaginar que esa debía ser la expresión cuando se piensa desde el dolor, desde la impotencia y como consecuencia lógica, desde la frustración y el sinsentido.

Si llevaba su automóvil, de todas formas tenía que respirar profundo antes de salir a la avenida. Aunque tenía la posibilidad de escuchar su música preferida, debía llenarse de paciencia para soportar el tráfico caótico e incomprensible, no solo por las largas y frecuentes trancas, la mayoría de las veces provocadas por el extraño desempeño de los fiscales de transito y las paradas abruptas y arbitrarias de los choferes de colectivos, sino porque a pesar de tantos años conduciendo en su ciudad, no lograba descifrar los códigos compartidos ni de los peatones, ni de los demás conductores, y menos de los vigilantes de tránsito. Estaba convencida de que los peatones andaban en su propia burbuja y que además no asumían ninguna responsabilidad como tales, eso le correspondía “sólo al conductor”; de manera que tenía que estar alerta mirando en todas direcciones aun con la luz verde.

El rayado peatonal jamás lo utilizan. La luz roja deja acceso al circo ambulante de malabaristas, payasos y a la venta de mercancía tan inverosímil como inútil, desde “quemaditos” de reguetón y chistes “rojos”, gigantografìas del Presidente, pasando por frutas, peluches parlantes y, oh sorpresa, papel higiénico.
-me rindo- le comentó a Coca en una oportunidad
-no sé leer mi ciudad, no consigo asimilar los código de la gente; yo veo que los demás lo hacen, se entienden con el fiscal que sustituye los cambios del semáforo. Eso nunca lo he entendido, por qué, por qué, me pregunto inútilmente; qué sentido tiene contratar personal para que haga el trabajo que siempre ha realizado eficientemente el semáforo. Y lo peor viene después: dan prioridad al canal que les parezca, dejan en espera hasta 10 minutos al resto y si se atreven a sonar cornetas en señal de protesta los castigan con 5 minutos más, y por si fuera poco, se apostan hasta tres fiscales que te hacen señales desesperadas para que aceleres, que le des rápido y cuando ya estas por pasar te mandan a parar abruptamente y ahí me viene mi angustia, qué hago, le doy a 80 y paso con la adrenalina revuelta o bajo la velocidad, aunque el fiscal se encrespe levantando los brazos y haciendo sonar el silbato endemoniadamente para que me apure…ya he tenido tres frenazos en esta semana, ya no puedo más, por mucha concentración que le ponga a mi respiración y aunque alcance la meditación, ese paso de semáforo me desarma y debilita. Y qué decir del enjambre de motorizados que han invadido las calles, convertidos en una nueva y aterradora tortura, aparecen de la nada, zigzagueantes, díscolos, impunemente acorralan al peatón, sembrando el terror; qué necesidad tengo yo de someterme a este estrés a la siete de la mañana eh!-

Se contuvo, la mirada escrutadora que le devolvía Coca mientras hablaba ya le indicaba lo que estaba pensando, que era una exagerada, inconforme y adicta a la queja. Pero Este día no iba a ser una excepción, llegaría puntual a su cita con la sensación de regresar de un campo de batalla, lo cual no daba buen pronóstico por el carácter atrabiliario del cliente que la esperaba.

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